| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

| T A L I S M Á N |

A nuestra sombra bajo el árbol:

   Sujeto los dados con la mano que aprendí a trazar las vocales sobre una libreta cuadriculada. La extremidad contraria, la no dominante, rodea y acaricia el puño que custodia los objetos de azar. Flexiono ambos brazos y los posiciono en paralelo. Mantengo los párpados ocultando mis ojos; cuando pido un deseo, prefiero hacerlo sin hacer uso de la visión. Confío en el destino e imagino el número que más conviene a mis intereses en el tablero: cualquiera que resulte en par, me mantendría en posición de ascenso. Inhalo una generosa bocanada de oxígeno y expulso el aire tibio sobre el dúo de poliedros resguardados contra mi pecho. Tras una corta, pero reconfortante plegaria interna, lanzo los cubos y los observo girar sobre la mesa de juego. No puedo ir a ninguna parte hasta saber si debo subir o bajar. Deposité la fe que he adquirido por las enseñanzas del fraile Toño en esta tirada: «Tu destino está en tus manos», me dijo en secreto la última vez que asistí a las lecciones de catecismo. Y, a decir verdad, es exactamente lo que hago: cobijar  al destino con las manos, cerrar los ojos con fuerza y desear que la suerte me permita seguir escalando posiciones. En esta clase de juegos, como en la vida ordinaria, el verdadero adversario, es uno mismo. Pienso que el ascetismo aguarda un sitio para mí en su doctrina. Vacilan los dados en medio de coloridas casillas y números naturales. Entre escabrosas serpientes y escaleras de salvación: escaleras de luz.

      Mamá dice que se llama adicción al juego y que, en un futuro, cuando pueda valerme por mí mismo, puedo llegar a lamentar las consecuencias. Pero ella también tiene sus conocidas debilidades y nadie que le reclame. Ya le pedí que no me ande despertando a media partida de «serpientes y escaleras» porque uno nunca sabe hasta donde sea posible caer y luego, para comenzar a subir, a menos que el mismísimo «Moksha Patam» esté de tu lado, resulta una misión compleja y casi imposible de realizar. En fin, al parecer perdí el juego y estoy en el inframundo de la realidad porque mi madre no deja de tocar la puerta de mi habitación.

   ¿Sí sabes qué hora es? — pregunta con su distinguido tono matutino. 

  Por supuesto que lo sé, cariño.— contesto sin apuro— Es la hora de continuar durmiendo y terminar lo que dejé inconcluso del otro lado, sobre el tablero.

   ¡Qué otro lado ni que ocho cuartos! Con el tablero te voy a dar en la cabezota por tramposo—insiste en recriminarme— Apagaste el despertador y creíste que te saldrías con la tuya. ¡Anda, anda!  ¡Te me levantas en este preciso momento, te metes a bañar y te me vas a la escuela! El padre de Jorge lleva media hora esperándote en el auto y ya tuviste suficientes vacaciones.  

        De poco han servido mis esfuerzos por  intentar ser un destacado acompañante los sábados de mercado y los domingos de santa misa: madre se niega rotundamente a aceptar mis deseos de ser un anacoreta. En cierta ocasión le dije que, a mí eso de ir a la escuela, no me está resultando de gran utilidad. La única clase que encuentro rescatable, y en consecuencia mi favorita, es la de educación física; al aire libre, estirando las piernas, aprendiendo a respirar. Saltando la cuerda y rotando el cuerpo de posición: golpeando el esférico con fuerza para desprenderme del espantoso uniforme y festejar un gol. Si para eso es que asisto a esa penitenciaría cinco días a la semana, prefiero quedarme en casa, participar en las labores del hogar, aprender a cocinar y salir a jugar con mis vecinos a las canchas de básquet. Pero no, madre insiste en una educación integral con materias del tronco común. Así es que mientras yo finjo que estoy aprendiendo mucho, ella finge tener todo bajo control en la casa,  y todos felices y contentos, fingiendo y sonriendo.

 ¿Otra vez te quedaste dormido, amigo? — pregunta Jorge al verme subir al automóvil de su padre.

  ¡Nombre! Luego te cuento. —digo— Buenos días don Jorge, ¡Qué fresca mañana! ¿No le parece?

      En el trayecto a la escuela primaria Martín de la Cruz, me permito contemplar la llegada de la primavera. Me abstraigo observando las frondosas jacarandas que, con su resplandeciente color purpúreo, adornan los camellones de una ciudad cada vez más opaca y repleta de rascacielos Algunas aves se han puesto en marcha antes del amanecer, acariciando el horizonte con sus alas. En los nidos guarecen las crías que pronto emprenderán el vuelo para nunca volver, por el momento, deberán aprender a volar. 

     Adelantar o atrasar el reloj, uno se confunde con la llegada de la cálida estación. Yo ya me sé de memoria el nombre de los colores; alto en rojo, precaución en amarillo y siga en verde; pero, por lo visto, el conductor de enfrente no cumplió con la tarea o ha olvidado esa importante lección, ya que se mantiene inmóvil  y hace un minuto que el semáforo ilumina el asfalto con el color de la hierba fresca.

 ¡Qué barbaridad con esta gente!—señala el padre de Jorge— Parece que van dormidos. A ver si no llegamos tarde por culpa del tránsito vehicular.—dirige su mirada por el retrovisor y finge dispararse la sien con una pistola invisible, imaginaria. 

  Será una verdadera lástima llegar tarde a clase de educación socioemocional— digo y detengo la risa de Jorge con un codazo en las costillas.—Han sido semanas de mucho aprendizaje.

       Conocí a Jorge en un curso de verano organizado por el escuadrón Kilimanjaro: un movimiento juvenil asociado al pensamiento cristiano; el «MJC». Su padre, mientras cursaba el bachillerato, fue misionero evangelista en diversos países del sur de África. Cuando cumplí los cinco años de edad, mis padres me sorprendieron con un viaje a Amecameca para que conociera las bondades del campo y diera inicio mi conexión espiritual. De aquel fin de semana solo recuerdo la suciedad de mi calzado y los cimientos de mi amistad con Jorge. Cuando ingresamos a la primaria, nos tomó por sorpresa coincidir en el mismo grupo, el «1°A». Desde aquél momento, hace casi un año y medio, hemos sido inseparables: él sabe todo de mí, y yo sé todo de él.  Para realizar una dinámica en la clase de formación cívica y ética, invitamos a Daniel, el más atlético del grupo, para completar la plantilla del equipo. En ocasiones nos sentimos los tres mosqueteros y realizamos maniobras en conjunto para asombrar al resto del alumnado. A veces, cuando la maestra Araceli comenta en voz alta que parecemos más las chicas superpoderosas que soldados de infantería, nos distanciamos para evitar que el grupo se ría de nosotros. Tras unas merecidas vacaciones de semana santa, volvíamos a clases para incorporarnos a la inevitable rutina dentro de la escuela primaria.  

   Gracias, señor Jorge.—Dije al arribar a la escuela. — Sí, claro, no se preocupe, aquí estaremos a la salida.

  Bueno ¿Ya me vas a decir que te traes? —preguntó Jorge al ingresar a la institución, en el patio central.

—   Ya te dije que luego te cuento. —contesté—Traigo muchas cosas en la cabeza. Por ejemplo, ahorita tengo que localizar nuestro sitio en los honores a la bandera. Las cosas, irremediablemente, suelen cambiar de un día para otro.

      Daniel se encontraba en la formación por estaturas en la parte delantera de la fila india. Jorge, siempre inseparable, mantenía estatura promedio y resguardaba mi sombra para que yo pudiese evitar cantar el himno nacional sin levantar sospechas. Cuando estaba por concluir el juramento a la bandera, me percaté que nuestra profesora, acostumbrada a mantener el orden del grupo y a masacrar con la mirada a todo aquel que pestañára de más en el acto cívico, no aparecía por ningún lado.

  ¡Hey!, Ptss, ptss— escuché runrunear al fondo de la formación por estaturas— No vino Miss Chelita, funcionaron las oraciones a la virgencita del Tepeyac.  

     Al concluir la ceremonia, la directora de la escuela se adueñó del micrófono para dirigir un mensaje a través de los altoparlantes. 

  Chicas y chicos del «2° A», por favor diríjanse en estricto orden a su salón de clases. En un momento estaré con ustedes para brindarles importante información del curso.

    No dudamos ni un segundo y aprovechamos la ausencia de autoridad para escabullirnos detrás una jardinera y una serie de álamos que conducían a la cooperativa escolar y a las canchas de voleibol. Yo ya iba saboreando el Boing de guayaba y las galletas con chispas de chocolate, cuando sentí una fuerte sacudida en el hombro izquierdo. Se encontraban Jorge y Daniel de brazos cruzados orillándome al tronco de un fresno, impidiendo con las piernas un posible intento de escape.

  ¡Ya basta de misterios, Aramis Tarsicio Sabido! — dijo Jorge— Si en verdad somos los tres mosqueteros, nos debes una explicación por tu reciente comportamiento.

  No sé de qué hablas—contesté ruborizado—no hay nada que explicar. Además, ya me llamo Santiago Aldebarán, que no se les olvide. 

  Ya me puso al corriente Jorge de tu actitud en las vacaciones. Algo te pasa y no quieres contarnos.—externó Daniel— Te encerraste en tu cuarto y no asististe al campamento del «MJC». ¿Acaso ya no quieres ser nuestro amigo?

      En mis ratos de solipsismo suelo pensar demasiado en los elementos que componen mi realidad subjetiva. Pero, en ese momento, algo distinto afligía la razón de mi existir. Dirigí la mirada hacia el suelo; busqué en las raíces, en las hojas secas, en la acumulación de tierra y materia ocasionada por el paso del tiempo, algo que pudiera asistir a mi silencio: no encontré nada. Levanté el rostro, esta vez intenté, con ayuda de una profunda respiración, encontrar en el cielo la fuerza para desanudar mis emociones. Un ave con el pecho rojo se detuvo sobre el tejado del salón de usos múltiples. Introduje mi mano dominante a la bolsa delantera de mi pantalón y saqué una pequeña roca. Extendí la palma para que pudiesen apreciar el objeto.

  No puedo más, amigos.—dije—Estoy cansado de fingir que soy feliz en esta colorida cárcel. Aborrezco las enseñanzas de la maestra Araceli; su aliento a humedad, los insulsos chistes, su horripilante cadenita de San Juditas Tadeo. Todas y cada una de las clases que tomamos con ella me resultan patéticas. No hay nada que me ligue a esta prisión. Esta roca es mi amuleto, con ella siento que el universo me muestra el verdadero camino. Dense cuenta, tenemos casi siete años y lo único que sabemos es el nombre que nuestros padres eligieron para nosotros. Por eso decidimos cambiarlos ¿recuerdan? 

  ¿Pero de qué hablas? —preguntó Daniel— Apenas vamos en segundo grado, nos queda una vida por delante; infinidad de cosas por conocer y aprender.

    Por eso no quería contarles nada—agregué—nunca me entienden.

   Debes estar cansado, amigo— mencionó Jorge y cubrió mi espalda con uno de sus brazos— No es fácil volver a clases después de vacaciones: la relajación es un deporte extremo. Anda, volvamos a clases y retomamos esta conversación en el recreo. ¡Todos para uno y uno para todos! ¿verdad? Por cierto ¿De dónde sacaste esa piedra?   

   Bueno—les dije—, hoy por la mañana, antes de que mi madre me despertara con su escandalera, estaba en el  mundo de los sueños jugando serpientes y escaleras  ¿comprenden? Justo cuando estaba por volver a esta realidad, sentí resbalar por las escamas de una serpiente. Una voz desde arriba, en la cabeza del tablero, me indicó que necesitaba un amuleto, que sería mi talismán. Y aquí la tienen, la tomé de la jardinera.  

       En el trayecto hacía al salón de clases, nadie mencionó una sola palabra referente a mis inquietudes. Era justificable que existieran pensamientos encontrados por lo disparatado de mi historia, la conducta propia de un paranoico. Llegamos a el aula correspondiente a nuestro grupo y la directora ya se encontraba delante del pizarrón, sujetando una tiza y una pequeña libreta envuelta en papel de estraza. Solicitamos la autorización correspondiente para ingresar a clases y llevamos a cabo aquella empresa caminando de puntitas, que fue la manera más silenciosa que encontramos para simular respeto. Tomé la piedra de mi bolsillo y me cubrí el  rostro con ambas manos. Pese a mis fervientes anhelos de renunciar y poner en práctica la ley de Asunción, me encontraba allí; en el mismo pupitre de siempre, desorientado y escuchando un soporífero discurso. Entonces, la directora dijo:

 — Debido a complicaciones de salud, nuestra querida «Miss Araceli», no podrá concluir el ciclo escolar con ustedes. Les ruego se muestren respetuosos y le den una afectuosa bienvenida a su nueva profesora: la maestra Tatiana.

         Giré el rostro hacia el escritorio principal del aula, en donde se encontraba sentada la nueva docente. Un torbellino de sensaciones sobrecogió por completo mi interior. La contemplación de su existencia me cautivó hasta perder por instantes el sentido de mi espíritu natural. Un atardecer, un sol que se desvanece en el poniente, una paz que abraza el alma: eso, eso es lo que habita en su mirada. Inconmensurable destreza visual. Tengo un barco de pesca esperando bajo cubierta. Quiero aprender todo de ti. Mul Mantra enseñanza, la vida nunca dejará de sorprenderte. Oráculo de luz; tu sonrisa es la brisa en la senda de cristal. Me tomaste de la mano y nos refugiamos debajo de un árbol para escaparnos un segundo de la realidad: de nuestra sombra se nutrieron las raíces. Me urge aprender a escribir para redactar esta carta. Tuyas las primeras de mis letras; lienzo y talismán. Serpientes y escaleras para afrontar las decaídas. Dondequiera que te encuentres: gracias.






 

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