| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

Clase de educación artística ✍ Msylder.

   Lienzos en blanco, miradas fijas en el techo en busca de inspiración para comenzar el trabajo o continuarlo, hojas hechas bolita y arrojadas al piso, claras evidencias de múltiples intentos malogrados. Había también manos perezosas y manos torpes, muchachitos a los que el arte les causaba indiferencia y otros más que, inseguros de sus trazos, borraban las líneas dibujadas tan solo segundos antes.

En la parte central del salón, la cara de Paquito expresaba una gran concentración. No despegaba los ojos del cuaderno. Había copiado los contornos del dibujo que adornaba la página cincuenta y dos de su libro. Ya solo le faltaba iluminarlo. Su mano derecha describía círculos pequeños que luego se iban ampliando para rellenar la cara de la rana con el lápiz de color verde que tenía agarrado con tres dedos. Con la mano izquierda sujetaba todos los lápices que iba a necesitar para iluminar el dibujo entero. Se había prevenido antes de iniciar la actividad, eligiendo cada uno ellos con sumo cuidado para no distraerse ni un segundo durante el coloreo. Era un muchachito muy ordenado, acostumbrado siempre a realizar todos sus deberes de ese modo. Desde los cuatro años había aprendido a iluminar sin salirse de las orillas. Las actividades relacionadas con la pintura siempre sacaban lo mejor de él. Sabía que era bueno dibujando y por eso estaba acostumbrado a trabajar bajo las miradas de otros chicos que solían apreciar su arte. Ni siquiera las voces o los ruidos a su alrededor lo perturbaban. Hasta podía darse el lujo de mantener charlas y de contestar a las preguntas que frecuentemente le hacían sus compañeros de clase. En esa ocasión, Chucho, era el que había permanecido a su costado y muy atento a su trabajo. A diferencia de otros chicos, que tarde o temprano sentían la imperiosa necesidad de hablar para darle un consejo: utiliza un azul más fuerte, empieza por rellenar la cara, ponle más morado allá…, Chucho parecía entender y respetar su trabajo de artesano. No solo evitaba darle consejos al experto, sino que además lo alentaba a seguir bajo su propio método, no paraba de hacerle halagos y de sorprenderse con su capacidad creadora:

— La cara, la cara de la gitana te quedó increíble. ¿Quién te enseñó a dibujar así? Yo nunca podría hacerlo.

Las palabras de Chucho eran como música alegre para sus oídos, la explicación a la bella sonrisa que se le extendía de oreja a oreja adornando su infantil rostro aterciopelado. Y aunque sabía que podía continuar regodeándose con los halagos del compañero, su deber moral de hacer lo correcto, lo llevó a decir:

— Si no empiezas tu dibujo no vas a terminar.

— Ahorita lo hago rápido –dijo Chucho–. Quiero ver si puedo aprender un poco de ti.

Paquito pensó en la clase de dibujo que podría hacer Chucho ya con el tiempo muy contado y con sus limitadas habilidades para tal actividad según le había contado. Hizo un movimiento de cabeza y torció la boca con una actitud que expresaba un poco de lástima. Sabía que a la mayor parte de sus compañeros les bastaba con entregar trabajos malhechos y obtener un seis o un siete, así que no se sorprendió al escuchar esas palabras tan relajadas de parte de Chucho. En cambio, sintió unas ganas tremendas de ayudarlo, pues después de todo, esas porras y halagos lo habían impulsado a realizar uno de sus mejores dibujos hasta la fecha. Consideraba injusto dejar al pobre de Chucho abandonado a su suerte.

— Ya casi acabo. Si quieres ahorita te ayudo con tu dibujo.

— ¿En serio? – dijo Chucho con los ojos luminosos muy abiertos–. ¡Muchas gracias!

En la mente de Paquito ya se dibujaba la posibilidad de hacerse con el primero de los muchos discípulos que tendría a lo largo de su vida. Su habilidosa manita, que había trabajado sin descanso durante veinte minutos continuos ya estaba rellenando la última zanca de la rana.

— Esa rana parece de verdad. Es mucho mejor que la del libro –dijo Chucho.

Finalmente, Paquito despegó el color del cuaderno, irguió la espalda y echó un vistazo a su dibujo terminado. Paseó los ojos sobre la hoja a consciencia y luego sonrió satisfecho. Metió todos los colores a su estuche y tirando del cierre dijo a Chucho:

— Voy a que me califique la maestra y ahorita regreso para ayudarte.

— ¿Puedo verlo de cerca? –preguntó Chucho.

Sus brazos se extendieron ansiosos y sus manos cogieron el cuaderno con delicadeza. Sus ojos se dirigieron particularmente hacia los pequeños detalles del dibujo: las estrellitas amarillas que adornaban el vestido de la gitana, las ondas que marcaban el resonar y el movimiento del pandero que la vieja sujetaba en lo alto con una mano, las burbujas que salían de la boca de la rana. Un trabajo esplendido. Le dio un soplido a la hoja para quitarle las pequeñas partículas de color que habían quedado por ahí, luego comenzó a moverse hacia el escritorio y Paquito avanzó su lado.

— Préstamelo, deja que me califiquen y ahorita regreso a ayudarte con el tuyo.

Chucho cerró el cuaderno de golpe y le mostró a Paquito la etiqueta pegada en el centro de la portada.

— Este es mi cuaderno –dijo muy quitado de la pena. El tuyo está allá, en la banca.

Paquito leyó la etiqueta con el ceño fruncido:

Alumno: Jesús Delgado Salazar

Maestra: Ada Luz Ramírez Méndez

Grupo: 3B


Volteó a ver a Chucho y después vio otra vez la etiqueta del cuaderno. Sus ojos se transformaron de inmediato en dos oscuros pozos sin fondo. Comprendió qué, en algún momento, quizás mientras estaba sacando el estuche de colores de su mochila, Chucho había intercambiado los cuadernos. Los ruiditos que preceden a un escandaloso llanto escaparon por su temblorosa boca. Los alumnos comenzaron a levantarse de sus asientos y a caminar hacia el escritorio haciendo mucho ruido. El tiempo para terminar la actividad se estaba agotando y nadie quería quedarse sin calificación. Paquito se puso a llorar con la boca muy abierta. Los hilos de baba que se formaron entre sus dientes superiores e inferiores brillaban con la luz artificial de las lámparas del salón de clase. Chucho no pudo contener la risa ante semejante espectáculo de color. Paquito, impotente y sin poder articular palabra alguna, hizo un movimiento a su derecha. Chucho supuso lo que sucedería enseguida y entonces cogió a Paquito por la manga del suéter.

— Ya. No seas chillón, no me acuses, fue una broma –dijo.

Pero como Paquito no dejaba de moverse, porque no podía encontrarle la gracia por ningún lado a esa clase de broma, Chucho, maestro en las artes de la treta y el engaño, tomó una arriesgada decisión: desprendió de su cuaderno la hoja en cuestión, la hizo bolita, la metió a su boca y después de remojarla bien con su saliva, y aunque con un gran esfuerzo, se la tragó enterita. No dejó ni rastro de papel. Después tomó asiento en su silla y siguiendo las líneas casi imperceptibles, pero aún visibles que habían quedado marcadas en la siguiente hoja en blanco de su cuaderno como producto del trabajo efectuado por Paquito, se puso a calcar el dibujo. Por su parte, Paquito, que había visto a Chucho deglutiendo su dibujo, había quedado estupefacto. Hacía muchos gestos y, sin embargo, ni un solo ruidito salía de su boca. Poco a poco consiguió mover el cuerpo. Caminó con los ojos llorosos y enrojecidos hacia el escritorio limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Con mucho trabajo se abrió paso entre sus compañeros y cuando por fin estuvo frente a la maestra, no pudo sino señalar con un dedito flojo hacia la parte trasera del salón.

— ¿Qué pasó, Paquito?, ¿qué tienes? –preguntó la maestra.

— Ch… Ch… Ch…

No pudo decir más. Parecía que su alma sacudía su cuerpo desde adentro, provocándole los incontrolables temblores que le impedían articular palabra alguna. La maestra le puso una mano firme sobre el hombro y le dijo:

— A ver. Tranquilo. Respira bien y con calma, respira bien y con calma… así, así… Ahora dime, ¿qué pasó?

— Chucho se comió mi dibujo, maestraaa… –dijo Paquito arrastrando la vocal de la última palabra que pronunció hacia un largo lamento que abrió el camino para un desconsolado llanto.

Sus compañeros de clase pegaron la carcajada porque pensaron que se trataba de una broma. Ya en su breve vida escolar habían escuchado acerca de los perros que se comían las tareas, pero nunca acerca de un compañero que hiciera lo mismo con dibujos. Hasta la maestra soltó una risita al escuchar tal revelación. No obstante, al ver que Paquito lloraba en serio, pidió a los alumnos que estaban amontonados en torno al escritorio, apartarse hacia un costado, haciendo un gesto con la mano. Los niños se movieron y entonces la maestra vio a Chuchito bajo la luz de la lámpara, concentrado en su trabajo, con esos hermosos ojos azules fijos sobre el cuaderno, entonando una cancioncita con dulce voz.



🎶 Cu-cú, cantaba la rana,

Cu-cú, debajo del agua,

Cu-cú, pasó un caballero,

Cu-cú, vestido de negro,

Cu-cú, pasó una gitana…🎶


Chuchito cantaba como un verdadero ángel. Daba la impresión de que la voz le provenía del alma. Su cara expresaba una tranquilidad repleta de inocencia inmaculada. La maestra caminó hasta su lugar con pasos discretos y silenciosos e inclinando la cabeza, echó un vistazo a ese dibujo al que solo faltaba darle vida con color. Chuchito se agachó para coger un lápiz de su mochila y al hacerlo, su mano hizo contacto con el zapato de la maestra, entonces volvió el rostro hacia arriba con lentitud y viéndola a los ojos le dijo:

— ¿Ya se acabó el tiempo? Me tardé mucho, pero me quedó bonito, ¿verdad?

Y la maestra no pudo evitar sonreír y llevarse una mano cerca del corazón al ver esa tierna carita.




Ejercicio.



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