∙ P R E∙ O C U P A C I O N E S∙
A Ana :
Por
las mañanas suelo observar con detenimiento el crecimiento de mis agaves.
Coloco una manta en la que reposan mis glúteos y aprecio encantado la fisonomía
de sus pencas. Ayer, antes de dar por finalizada la sesión matutina, me percaté
que sus afiladas hojas comenzaban a pigmentarse de extrañas tonalidades, me
acerqué para examinar a detalle mi apreciación; efectivamente, mis adoradas
plantas se encontraban ingresando a una edad complicada: la adolescencia. Al dar un breve suspiro
supe que sería irremediable mi presente inquietud. Debido a la enorme preocupación, cancelé por completo mis compromisos del fin de semana.
Después de ingerir la dosis de Aceite de
Krill recomendada por el Sumo Pontífice, Mario Bergoglio, me dirigí al
invernadero más cercano con la esperanza de conseguir algún producto que hiciera
llevadera la pubertad de mis agaváceas. En el trayecto encontré a doña Eliboria
- mi vecina- encima de una escalera plegable limpiando las ventanas de su casa,
ofrecí un saludo a distancia intentando no interrumpir su hacendosa
actividad y ganar tiempo en mi recorrido hacia el vivero. Escuché mi nombre
en tres ocasiones; ya en tierra firme, y agitando una franela en su mano derecha,
doña Eliboria me invitaba a volver. Al ser
la única vecina que me saluda entusiasmada, decidí regresar para darle
formalmente los buenos días. Visiblemente inquieta, comenzó a platicarme sobre
el polvo del Sahara y las repercusiones del fenómeno meteorológico. Su
preocupación perfectamente cimentada, radicaba en sus ventanas y la suciedad que
la tormenta de arena pudiera ocasionarles. -De que sirve tanto esfuerzo,
muchacho- pronunció antes de apropiarme su desazón.
Caminé en silencio, dirigí la vista hacia la inmensidad del cielo, a pesar de estar en temporada de lluvias, entendí perfectamente a mi vecina. Encontré el invernadero «Los tres García» con las puertas semiabiertas, toqué al ritmo de una marimba con ayuda de mis llaves, esperando respuesta del interior de la construcción. Atendió a mi llamado el Sr. Atilano, quien me ofreció pasar únicamente con el uso de cubre boca, que por azar, tenía doblado en la bolsa del pantalón. Me invitó un café, acepté entusiasmado. Ingresó a una pequeña covacha, mientras esperaba, aproveché para oler unas hojas de lavanda que encontré tiradas en el suelo. Pensé que era una fortuna que las plantas no tuvieran que respetar la sana distancia, que contrario a la especie humana, aglomeradas, lucen asombrosas. El Sr. Atilano, oriundo de Ciudad Serdán, se disculpó por la ausencia de piloncillo en mi bebida, a cambio, me ofreció una cubeta blanca, que puesta al revés, se convirtió en un cómodo asiento para beber café.
En lugar de compartir la preocupación por mis magueyes, me
adentro profundamente en su conversación sobre el maíz cacahuazintle, el cual
dice, es la base de la alimentación nacional. En los últimos seis años la ola
de violencia desatada por los nuevos carteles de la droga, ha generado un alto
indefinido a diversas actividades en su
natal Valle de Serdán, siendo el campo y
la agricultura, el sector mayor afectado. Las palabras del Sr. Atilano se deslizan por sus labios arropadas de nostalgia y frustración, la falta de soluciones por parte del gobierno
lo han obligado a abandonar sus tierras; el pinole, los tamales y las
tortillas ahora solo habitan en sus recuerdos. Resignarse a la idea del
sueño americano, es una situación que le preocupa y le genera desagrado. Ahora soy yo
quien siente frustración y nostalgia, misma que
detecta a tiempo el anfitrión, que inmediatamente pregunta que se me ofrece. Lo
pongo al tanto de los exóticos matices en mis agaves: el café sin piloncillo
corre por su cuenta, pero el costal de tierra rica en hierro me lo cobra a ciento
cincuenta pesos; pido dos costales y una maceta con lavanda. Antes de despedirse, me sugiere
no ser tan pendejo y dejar de encontrarle imperfectos a la naturaleza.
Cuando salí del invernadero la lluvia amenazaba la estabilidad de la tierra adquirida. Tomé el primer taxi que encontré en la avenida, me pareció reconocer al amable conductor que se ofreció a cargar los costales para introducirlos en el maletero. Se trataba de Antonio Filomeno, un viejo conocido de mis andanzas por la ciudad. El día que nos conocimos en la calle de Ezequiel Montes, Filomeno conducía un carrito de supermercado con todas sus pertenencias en el cesto de carga; en el asiento infantil se encontraba Fátima, una muñeca de madera con cabello de estambre color morado. Por aquellos días tenía la urgencia de escuchar el nuevo sencillo de Diego Ortega y Carlos Vallín; un tanto llevado por la casualidad conocí a Tony, reparando una bocina destartalada. Lo invité a comer a cambio de permitirme usar el artefacto sonoro. Escuchamos juntos la pieza musical disfrutando de garnachas y micheladas a la orilla de una acera.
Lo invité a una cantina para platicar y escuchar canciones de José Jaramillo. Me platicó sobre sus tres intentos de
suicidio usando los elementos de la naturaleza: las quemaduras de tercer grado
en sus brazos y pecho situaron al
elemento del triángulo equilátero como el más evidente y violento de la
trilogía. No quise entrar en detalles por dos motivos; el primero de ellos: preservar el derecho ajeno. No acostumbro a meterme en lo que no me
importa. La segunda razón y que
encuentro de mayor importancia fue que en ese momento disfrutábamos un ardiente caldo de camarón y la salsa de chile habanero nos robó el habla por al menos media hora. Al finalizar
nuestro almuerzo me despedí de Tony; hice lo propio con Fátima, su muñeca. Lo
abracé y agradecí su compañía.
Por años imaginé que el destino de Antonio Filomeno se había escrito con ayuda del último elemento de la naturaleza. Tanta fue mi alegría al reconocerlo como taxista que me senté a su lado y no dudé en invitarlo a comer, se negó por completo pero me agradeció con un pequeño calendario con la imagen de «Nuestra Señora del Perpetuo Socorro». Agotados los elementos para privarse voluntariamente de la vida, comprendí que las preocupaciones de Tony habían cambiado: el viejo malestar de las calles se había transformado en la nueva preocupación de no alcanzar la cuota diaria para alimentar a Fátima. Le ofrecí quedarse con el cambio del servicio, no lo aceptó.
Acomodé los dos costales de tierra con
hierro en el patio delantero de mi casa. Mi estómago comenzó a exigir alimento a
base de extravagantes sonidos. Cuando llegué a la tienda de ultramarinos a comprar
aceitunas negras, vi que se encontraba Micaela Covarruvbias en la sección de
los encurtidos, por un instante intenté esconderme detrás de un refrigerador
pero ya era demasiado tarde. Nos miramos por algunos segundos sin mencionar una
palabra. A Mica la meca -como le digo en mi mente-, la conozco de rebote; resulta ser la mejor amiga de mi mejor amiga,
y en los cumpleaños de su mejor amiga, que también es mi mejor amiga, siempre coincidimos y
compartimos pensamientos sobre la importancia de tener una mejor amiga; y que buena suerte tener una mejor amiga: ¡salud por ella!: cada que me la encuentro mi cerebro funciona
de esa forma, extraña y confusa.
-¡Qué milagro, mi Mica!- le digo siempre que accidentalmente tropezamos en sitios que no acostumbro visitar. -Aquí, sufriendo como siempre- me contesta indecisa del vino con el que debe acompañar sus alimentos, le recomiendo uno a ciegas. A veces, cuando la conversación cruza la frontera de la trivialidad, me platica sus conflictos internos, lo cuales son por de más interesantes. Mientras estamos formados para pagar su vino y mis aceitunas negras respectivamente, me pone al corriente de sus preocupaciones: tras un largo periodo de ejercer la soltería, ha tomado la decisión de comenzar un noviazgo, -una relación bien- me dice. El «problemón» radica en que sus planes de irse a Europa se han debido postergar por el confinamiento. Una vez liberadas las fronteras, planea cumplir su propósito de conocer diferentes hombres en el viejo continente, le inquieta sobremanera tomar una decisión con su relación actual. Después de repasar la historia de manera interna, concluyo que es un verdadero problema, y le aconsejo comprar otra botella de vino para conciliar sus emociones. Me agradece encantada y se despide mientras abandona la fila. Nos mandamos saludar a la mejor amiga.
De vuelta en casa encuentro la contestadora colapsando. Mi madre ha dejado una serie de mensajes de voz; le preocupa absolutamente todo en la vida: vivir sin preocupaciones, es comer la sopa sin sal.
Quiero
prepararme una limonada, la puerta de la nevera se encuentra mal cerrada. De nuevo el recibo de la luz me
privará de futuros planes; me es inevitable
inundarme de preocupación.
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