| Confesionario |
Diez treinta y seis antes meridiano.
Detesto despertar y mirar el reloj que no se calla, respirar en el tiempo que
todos viven y nadie entiende, saber que debo tomar la ducha en los siguientes
quince minutos o perderé mi turno en la cita de la embajada: los cónsules cada
día parecen más dispuestos a semejar dioses, caprichosos y mal encarados. Tengo
que hacer ese viaje necesariamente, me gustaría dormir más y solicitar un
cónsul a domicilio, recibirlo con café, pan tostado y mis calzoncillos largos
de la suerte.
El último botón de mi chaqueta se
estropeó durante la noche de copas del sábado en salón Málaga y olvidé
acudir con el sastre, con esta suman seis las ocasiones que he debido
reparar de forma improvisada la herencia del abuelo. Las cosas no marchaban
nada bien y ella, acostumbrada a llamarme durante la mañana, llevaba cuatro
días sin hacerlo. Todo es luz, blanca y resplandeciente.
Salí de casa cinco minutos más tarde de
lo contemplado, di algunos pasos para intentar detener un taxi cuando
recibí un tríptico religioso. Como de costumbre, al recibir dichos presentes,
comencé a hacerlo bolita y lo arrojé a un basurero; este golpeó el borde del
contenedor y cayó al suelo. Mi ira comenzaba a acrecentarse; sin embargo, respiré
profundamente, lo recogí y lo ingresé con minuciosa cautela dentro del cesto: todo el furor de este mundo no logrará convertirme en un
cerdo. Me percaté que los taxis conspiraban en mi contra, puesto que se
encontraban ocupados o transitaban a toda velocidad exhibiendo y moviendo de izquierda a derecha su dedo índice
en señal de desprecio. Caminé a marcha
forzada en sentido opuesto de la
circulación esperando encontrar algún
sitio o transporte privado con ganas de bendecir las primeras monedas del día. A unos cuantos pasos, mi pie izquierdo
resbaló, dejando llevar mi cuerpo contra una cabina telefónica: había pisado
excremento, ahora si tenía un problema, no solamente por el retraso para mi
cita, el botón de mi chaqueta y el nulo e ineficiente servicio de transporte,
sino por la rabia que me abordaba el saberme embarrado de mierda. Quería
gritarle a alguien, culpar a una segunda persona de todos mis problemas.
Regresé a aquel contenedor de basura y busque el tríptico que había arrojado
minutos antes, lo desdoblé y enseguida leí su contenido. Una invitación para
asistir a un encuentro con uno mismo, «Jornada
de crecimiento espiritual», indicaba el arrugado papel. Quedaba a muy pocas cuadras de mi ubicación,
así que emprendí la caminata, olvidando del todo mis futuros compromisos.
Desde un comienzo me dispuse a llegar al
fondo del asunto, saltándome a todos los intermediarios, así que busqué al encargado
en turno para tener un diálogo libre y abierto a cualquier tema, si la santa hojita no mentía, saldría con un espíritu fortalecido y el crecimiento
necesario para retomar mi vida. En un inicio imaginé una relajada caminata por los jardines del convento; sereno y sujetando
el antebrazo de un ser con tiernas arrugas, conversando y pausando ocasionalmente para dar
lugar a profundas reflexiones, dejándonos llevar por el sonido de la naturaleza
y el crujir de las ramas ocasionadas por
su bastón reposando sobre la tierra.
Al llegar al cenobio, todo transcurría de acuerdo al plan.
La figura de Cristo al fondo del
vestíbulo se mantenía iluminada con una luz que dejaba ver a la perfección el desgastado paño puesto sobre las nalgas del crucificado mesías. En los asientos de la
congregación algunas personas guardaban silencio; los había de todo tipo: hincados, sentados y
hasta algunos de pie con el rostro cabizbajo. Las razones seguramente
distintas; había quien asistía rogando un nuevo favor, otro tanto agradeciendo la
realización de algún milagro previamente solicitado. Contabilicé también a los que se encontraban
de pie con semblante de turistas, leyendo cada placa que encontraban en su
camino. Finalmente, en el grupo más aislado, el más reducido de todos,
dispuesto a atravesar la nave por completo para de una vez por todas elevar las
condiciones espirituales, mis emociones paupérrimas y yo.
Esperé a que un caballero terminara de conversar con
la figura que se encontraba al fondo del pasillo para preguntarle por la
persona encargada del recinto, algún apoderado de la autoridad religiosa, alguien
con quien pudiese conversar. El caballero con algunas lágrimas escurriéndole
por el rostro señaló un pequeño cubículo en la esquina izquierda (intuí que su fe era grande no por las
lágrimas en sus mejillas, sino por el santo y el rosario sujetados con ambas
manos).
-En el confesionario – mencionó con la voz rota.
Me
dirigí a dicho espacio con el deseo de comenzar mi transformación, me despedía de mis antiguas emociones cuando me percaté que esperaban
más de cuatro personas.
-
¡Puta madre! – grité sin razonamiento alguno. El
silencio regresó después de mi breve y majadera interrupción, pero ahora sentía
todas las miradas atravesando mis intestinos.
Dentro de aquel pequeño cubículo color
café se entreabrió una cortina escarlata, probablemente era el jefe en turno por su escandalosa vestimenta: una amplia túnica ceñida por una correa de la que
pendía una gran cadena dorada, un
escapulario y algunos otros artefactos que no pude distinguir.
-
¿Todo se encuentra en orden? – Preguntó una voz grave y relajada
proveniente de la rústica cabina.
De
inmediato deposité mis rodillas en el suelo y fingí estar sometido a una larga e
intensa oración. Minutos después, me puse de pie con tal disgusto que ni el
propio Jesús hubiese creído posible, aún
después de haber sido víctima de tan terrible tortura antes de morir en
la cruz. Comencé a rodear el recinto hasta agotar mi paciencia. Me sorprendió
la magnitud del órgano ubicado en la parte superior, mis deseos de tocarlo eran
grandes, pero no encontré la forma de llegar hasta él. Ignorante de la
dinámica, esperé mi turno cerca del
confesionario, recargando mi cuerpo en
la escultura de un sujeto con un enorme
libro en la mano izquierda y un templo
en la mano derecha: Tomás de Aquino, era lo que indicaba la etiqueta colocada en la
parte inferior de la figura.
Mi tolerancia estaba llegando al límite, el lugar se mantenía fresco, pero el aroma
comenzaba a desesperarme, había olvidado la materia fecal en la suela de mi
calzado. A la espera aún se encontraban dos sujetos de edad avanzada y una
señora con un enorme manojo de flores. Miré nuevamente a mí alrededor y
enseguida me acerqué a ella. Se me había ocurrido en un inicio comprar un par
de aquellas flores para que me cediera su turno; sin
embargo, me pareció que dicha acción se encontraba en contra de mis escasos
valores. Después pensé que comprarlas era buena idea, quizá podría enviarlas
con una nota en mayúsculas a la embajada, pues después de todo, las flores
parecen enternecer a los imbéciles y podría reprogramar mi cita para
los días próximos. Deseché aquellas ideas y en un fragmento de
segundo me vi de frente a la señora.
- -Me parece que la buscan ahí afuera. ¿Usted vende
flores, verdad? - pregunté sin fijar la mirada en sus ojos.
Me impresionó de inmediato lo que había salido de mi boca. No era
precisamente yo el que había querido preguntarle semejante idiotez.
- -Así es joven, todas son de mi pueblo, en
Tangamandápio– contestó con voz débil.
- -Pues dese prisa señora, puede ser que venda
todas sus flores al caballero de sombrero gris, parece interesado-. Inmediatamente
se puso de pie y se dirigió hasta la
salida.
Había conseguido saltarme un sitio en la
que parecía ser la sala de espera más apestosa e interminable del mundo. Me
sentí un poco culpable ante mi falta de sensibilidad hacia aquella señora, pero
la culpa no duró ni un minuto: a menudo, la culpa tiende a alejarse cuando se
tienen cosas más importantes en que pensar. Al parecer las penas de los dos
sujetos que me precedían, no eran tan importantes, pues demoraron menos de diez
minutos entre los dos. Quizá un pago de
deudas o algún «dealer» de la iglesia haciendo sus visitas rutinarias: también
aquellos que presumen de espiritualidad y cercanía con el altísimo, deben tener
sus tentaciones de vez en vez, me aclaré a mí mismo y lancé una risíta.
Justo estaba por ingresar a la asediada cabina
cuando el sujeto de las prendas holgadas hizo su aparición fuera del cubículo, observó hacia
distintas direcciones y cerró la
ventanilla. Yo estaba atónito, había esperado tres cuartos de hora mi turno y él, sin percatarse de mi presencia, caminaba
con paso firme, alejándose de su zona de trabajo.
-
¡Espere! –grité
sin medir el tono de voz.
Detuvo
su caminata de manera instantánea y sin voltear la mirada, con su dedo índice señaló hacia la puerta
principal del templo. No tenía la menor idea de lo que me intentaba decir con
su asqueroso dedo. La primera sensación
que tuve fue la de haber sido
expulsado de aquél sitio, sin opción de
réplica, como cuando pierdes un empleo por acumulación de retardos. Mi cuerpo
enardeció completamente.
-
¡Los horarios de confesión están detallados en
la puerta de acceso, joven! - contestó a mi grito, con ambas manos empalmadas.
Efectivamente, en la entrada principal se
encontraba una hoja plastificada, en la
cual se especificaban dichos horarios: «Lunes
a viernes, de diez de la mañana a doce
del día, y de cuatro de la tarde a seis de la tarde» ; horario burocrático
sin duda alguna. Para el tiempo que llevaba dentro de aquel encerrado sitio y las sensaciones que en ese momento me
abordaban, una hoja con números era un asunto de completa irrelevancia ¿En
qué clase de mundo se me había concedido la oportunidad de vivir si la empresa más grande creada y a la cual
nunca antes había solicitado un favor, me daba ahora la espalda?
Me había mostrado efusivo con aquel grito
desesperado en medio del deshabitado templo. En menos de lo dura un parpadeo,
sucedieron situaciones insólitas dentro de mi cabeza: me vi sujetando aquel pingüino por la espalda y posteriormente, llevándolo al suelo,
aceptaría sus disculpas por no haberse detenido en tiempo y forma. Todo en ese
momento era relativamente extraño, sucedían las cosas en cámara lenta: mis
puños contrayéndose lentamente, mi mandíbula
rígida y mis ojos repletos de furia; la
imagen del líder espiritual contra el suelo, intentando escapar de mi
ira y buscando una salida que yo no le permitiría encontrar. No tenía claro lo
que debía de hacer en ese momento, porque al igual que al cura, me hubiese molestado demasiado que alguien
quisiera robarme el tiempo destinado para comer, dormir, cagar o en todo
caso reproducirse (lo cual intuí como
poco probable). Siendo los horarios tan
claros y aún con las imágenes de rabia dentro de mí, tomé una larga bocanada de aire para renunciar a mí misión.
-
¡Solo cinco minutos, joven! – Alcancé a escuchar
cuando comenzaba a darle la espalda al desarropado en la cruz. –Tendrá que darse
prisa porque tengo asuntos que atender – agregó
con tono rígido.
Esperaba una reacción distinta de mi parte, ya
que esas palabras me enfurecieron visiblemente. En contra de mis impulsos y deseos de explotar, bajé la mirada y aprobé
con falsa gratitud.
Cuando finalmente nuestras miradas se
encontraron y el propósito de mi visita era un hecho casi palpable, comencé a
sentir que todas las estatuas me miraban fijamente. De pronto Tomas de Aquino
había abandonado la idea de ser una pacífica imagen de santo y mientras el
padre y yo nos acercábamos cada vez más, podía sentir como si quisiera
acribillarme, como si estuviera guardando un afilado cuchillo debajo de sus frondosas
prendas. Aquellas figuras parecían todo menos seres de perdón y amor; incluso
el tierno niño en brazos de su madre, ahora tenía la mirada fija sobre mi
cuerpo y no dejaba de sonreír maliciosamente.
- - ¿Hace cuánto tiempo no se confiesa? – preguntó
mirándome fijamente a los ojos.
- -Me parece que hace algunos años, señor –. Quería fingir respeto, así que de nuevo bajé la mirada en ocasión de mi
respuesta.
Cada vez me hacía más a la idea de que mis
intenciones de caminar por los jardines del convento tomado del brazo del
anciano, sosteniendo una serena conversación, no era más que una ilusión,
una de tantas que de vez en cuando me complace realizar para sobrellevar la
realidad.
El viejo ingresó con mesura dentro del diminuto cuarto en la esquina del templo. A mí no me quedó más
que imitar a los anteriores y depositar mis rodillas sobre el polvoriento cojín.
Me había mantenido en silencio hasta ese
momento. Sabía que cualquier palabra que articulara desataría nuevamente
la cólera que me acompañaba. De pronto, el padre rompió el silencio sepulcral
de aquél sitio.
-«¿Ave María Purísima?». - preguntó.
El enorme silencio que nos rodeaba en ese
momento se intensificó aún más cuando no supe que contestar, parecía que me
hablaba en código y yo estaba ahí
arrodillado, con cara de imbécil sin poder mirarlo a los ojos, sin entender lo que intentaba decirme;
entonces mi enfado brotó nuevamente y a pesar de ello, continúe guardando
categóricamente silencio.
-
- ¡Joven! – Dirigiéndose a mí apresuradamente:
¿Quiere hacerlo o no?, le repito que nos encontramos fuera de horario.
Entonces, estallé. Suspiré de forma violenta, intentando no cometer uno
de esos errores que han marcado mi vida, pero no pude.
- ¡Viejo pendejo! – grité desquiciado.
- ¿Qué clase de sujeto piensa que soy, de aquellos que antes de dormir escuchan música para equilibrar los hemisferios del cerebro?- Con un enfado
descomunal me dirigí a la voz sin rostro del otro lado de la ventanilla.
- ¡Le voy a suplicar que se
tranquilice y no me falte al respeto, nos encontramos en un sitio sagrado y
debe respetar, si no sabe comportarse y
desconoce los lineamientos, le voy a pedir que se retire! - Respondió a mi
insulto con la voz llena de temor.
Efectivamente, desconocía por completo
los lineamientos a seguir en un sitio tan silencioso como aquel, pero no había
llegado tan lejos como para retractarme y marcharme como él lo solicitaba. No pensé en ningún momento
ofrecer una disculpa al que no se atrevía ni siquiera mostrar parte de su
rostro.
- ¡Le ruego me disculpe! - Repuso
esa parte de mi que no he logrado dominar - es solo que no he tenido un buen
día, pero he venido hasta aquí por una convocatoria impresa que recibí esta
mañana.
Aun puedo recordar con precisión el malestar al mencionar aquella frase que me colocaba como un santo rogón. Me encontraba arrodillado y mintiendo a un completo desconocido. Quería llevar todo al límite.
Aun puedo recordar con precisión el malestar al mencionar aquella frase que me colocaba como un santo rogón. Me encontraba arrodillado y mintiendo a un completo desconocido. Quería llevar todo al límite.
- ¿No es usted practicante de
la región, cierto?- Mi respuesta lo había tranquilizado y su voz había
regresado a la normalidad.
Su pregunta me pareció demasiado estúpida,
pero conservé el pensamiento en silencio.
- No entiendo lo que quiere decir con practicar, padre – dije, conociendo de antemano la consecuencia de mi respuesta, pero como de
costumbre había abierto la boca sin la previa y necesaria acción de razonar.
- Creo que sabe perfectamente
a lo que me refiero, deje de rodear tanto las cosas y dese prisa ¿Es usted creyente? - soltó la pregunta
acompañada de un singlar tono instigador.
- ¡Claro que soy creyente! Por ejemplo, ahora creo que usted es un viejo imbécil que
intenta burlarse de mí con sus preguntas -De nueva cuenta sentí un nudo interno
que por fortuna cesó inmediatamente.- Vayamos al grano, no he venido a
conversar con usted acerca de mis costumbres y creencias, he venido por ese
maldito tríptico que anda rondando por las calles – dije apostando en la
convicción de mis palabras.
Mi piel se encontraba a una temperatura
elevada y no pensaba marcharme hasta que
pudiese tener acceso a lo que el tríptico prometía. Mi irritación continuaba en
aumento por encontrarme arrodillado oliendo el excremento embarrado en mi
botín. Comenzaba a tranquilizarme cuando
el padre salió del interior del confesionario.
- ¡Me parece reprobable su actitud
y falta de respeto, le voy a pedir que abandone
el sitio o tendré que llamar a la fuerza pública! – dijo notablemente
enfurecido, acercando su rostro
enrojecido a centímetros del mío.
- Tranquila, muñeca. A ver, ¿por qué no me saca usted? He
venido con la firme convicción de transitar por los senderos de la inmanencia; paz interior, como
lo indica el papelito, y me encuentro con un uniformado intolerante como
usted.
En aquel momento creí que todo se había
ido a la mierda, que la mañana entera había sido en vano, que las coincidencias
son producto de una ecuación repleta de pensamientos y adversidades, que nunca alcanzaría el equilibrio emocional para vivir de una forma decente.
- Debo marcharme a una importante
reunión - replicó sagazmente el viejo calvo- tuvo oportunidad de externar sus pecados y lo desaprovechó insultándome y profiriendo
injurias dentro este recinto sagrado.
- Muy bien padre, pues váyase
al carajo.- Sin algún tipo de temor me acerque a él, y deposité mi dedo grosero en su pecho.
Visiblemente atemorizado por mi cercanía,
comenzó a caminar tal cual lo había imaginado minutos antes; como una especie
de premonición, semejaba un pingüino
desubicado por el pasillo central, deslizando sus diminutas piernas una a una
con evidente torpeza
-¡Vamos
a arreglar este asunto afuera, lejos de la casa de Dios!- Gritó enfurecido el patrón en turno.
Conocía a la perfección la consecuencia de mis
actos, pero mis intenciones eran
completamente distintas a las que el
furioso padre pretendía, me aburría la idea de tener que abandonar el cálido
templo para escenificar a David y
Goliat. No me encontraba en aquel sitio para liberar mis frustraciones golpeando a un trabajador de la tercera edad. Una vez más, contrario
a mis pensamientos, accedí a su propuesta
y nos dirigimos enardecidos a un sector alejado de la visión del acribillado mesías. Dirigió la caminata hacia una pequeña puerta al fondo de la nave
central, detrás del majestuoso escenario en el cual tres veces al día otorgaba grandes
espectáculos y lecturas a los presentes.
Al cruzar dicha puerta, nos encontramos en la parte trasera del convento, me tomó por sorpresa estar rodeado de frondosos árboles meticulosamente
podados, así como de enormes jardineras repletas de jacarandas, tal como los había imaginado en un inicio.
Al llegar a la parte central del majestuoso
edén, comenzaron una serie de movimientos corporales que simulaban una
especie de calentamiento, seguido de un ejercicio respiratorio que comenzó a parecerme
fascinante. En el instante que concluyó la serie de
desplazamientos corpóreos, una melodía proveniente del bolso de mis pantalones emergió estridente y robó por completo la atención al interesante momento.
-¿No vas a contestar?- resonó como eco la voz del padre en mi cabeza.
El
silencio, la soledad y el vació se hicieron sentir desde el bolso de mis
pantalones. Mis
facciones y pensamientos se encontraban
desconectados de la realidad, alcancé a escuchar a la distancia algunas aves
sobrevolar. Todo a mí alrededor sufría
una transformación constante, mi vista comenzó
a nublarse apenas timbró por
segunda ocasión aquel dispositivo en el bolso de mi pantalón, en esta ocasión
sentí una vibración recorrer mi cuerpo. Estaba siendo devorado por aquellas
frondosas buganvilias y su resplandeciente
color purpureo, la delicada textura papirácea, sus exorbitantes enredaderas me tenían tan estupefacto que por algunos
segundos creí formar parte de aquél jardín.
Saqué el teléfono de mi bolso con la mano repleta de sudor y contesté.
Se habían cumplido cuatro días y
algunas horas de no escuchar aquella voz, cuando en medio del baile y
las copas de tinto, se generó la trifulca; gritos, empujones, sillas y vasos rotos. No pude sostener el cuerpo de María cuando accidentalmente cayó por las
escaleras del Salón Málaga, ocasionándole una hemorragia en la nuca que la apartó
para siempre de este campo visual.
No
alcancé a distinguir las palabras del personaje con el que pretendía discutir. Cuando intente sujetarlo del hombro, recibí un fuerte impacto en la cabeza.
La enfermera en turno dice que
mañana podrán darme de alta. He estado inconsciente por casi veinte días, no recuerdo absolutamente nada. Salvo que las
valoraciones del neurocirujano indiquen lo contrario, podré asistir puntualmente
al templo y cumplir con el horario de
visitas, en el confesionario.
“Buen Jesús. Dulce coro de querubines. Si alguna
vez soy tan
desgraciado de tener un hijo, en su décimo
aniversario le llevaré a una limpia y
decente
casa de putas...W.Faulkner”
Mi favorito.
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