| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

∙Hagiografía de San Tarsicio y el último huapango∙


     Cuando las campanas de la capilla del señor de Zelontla anuncian la primera misa del día, los habitantes de Real del Monte giran la almohada y continúan durmiendo con la cabeza reposando en un sitio más fresco. Es el repique de las siete y diez de la mañana el que despierta a los  gallos, que con su característico cacareo, comunican al pueblo la llegada del amanecer. A primeras luces los niños asisten a la escuela en compañía de sus madres, que aprovechan la comitiva para ponerse al tanto de cualquier acontecimiento en Real del Monte. Las señoras del pequeño poblado saben que los secretos entre la comunidad no generan progreso, y mantienen compromiso comunicativo con los sucesos que día a día forman la historia del pueblo. A medio día que vuelven a sus hogares, preparan frijoles, calientan tortillas y cocinan a algún animal para alimentar a sus esposos, que exhaustos y hambrientos, regresan a casa tras una jornada de diez horas en  «La Purísima» : mina de plata y principal actividad económica de la región.         

      A raíz de la independencia, los sábados se realiza una kermés en la plaza 16 de enero de 1869,  conocida por los locales como «La Plaza Principal», ubicada estratégicamente por los colonizadores frente a la parroquia de Nuestra Señora del Rosario. Es el día más alegre y esperado de la semana en Real del Monte debido a que los mineros cobran «la raya»  (el pago por su trabajo) y las familias se congregan para compartir –junto a Dios misericordioso y omnipotente- juegos tradicionales, como la lotería y tiro al blanco. Las mujeres preparan en las mañanas antojitos típicos a base de maíz. A las dos de la tarde que concluye el turno en «La Purísima» , los trabajadores se reúnen con sus familias en «La Plaza principal» para convivir con el resto de los habitantes del pueblo. (Se tiene la creencia que la iglesia propició la tertulia sabatina debido a que los mineros tenían la costumbre de irse de juerga al recibir su pago semanal; situación que no convenía  a los intereses económicos de la empresa de Jesús Nuestro Señor: que los domingos recibe -a través de la limosna-, «la raya»  más generosa.)

     Cuando las mujeres de Real del Monte cumplen quince años de vida, se tira la casa por la ventana y se celebra con una fiesta para todo el pueblo, en la que el baile, el pulque y la música en vivo, no se acaban hasta que el padre de la cumpleañera -que es quien paga-, se queda dormido. Los hombres al cumplir dicha edad, deben prepararse mentalmente para comenzar su vida laboral trabajando bajo tierra, en la industria minera.

      Tarsicio; joven, de comportamiento reservado, cándido y soñador, estaba a pocos días de cumplir el decimoquinto año de vida. Para evitar trabajar en el subsuelo extrayendo minerales, ofició a Nicerata, su madre, el deseo de dedicar el resto de sus días a los senderos trazados por Cristo Nuestro Señor. Sorprendida por las inauditas aspiraciones de su hijo, Nicerata se vio en la necesidad  de acudir  con el fraile Dámaso,  clérigo de la fe católica en Real del Monte, para corroborar que las decisiones de su criatura, Tarsicio, fueran las apropiadas. -«Enfilarse en la senda eclesiástica puede resultar una tarea complicada y absorbente»- indicó Dámaso, sin interesarse en las preocupaciones de Nicerata.- «Por el momento cumplan con la eucaristía y sean solidarios con las necesidades que tiene la casa del Señor» - Señaló el fraile. 

    Desconsolada, Nicerata vuelve a casa para advertirle a su retoño el infructuoso futuro que le espera  al tomar los inciertos caminos de la religión. No obstante, Tarsicio, que nunca escucha los consejos de su madre, comienza a impartir catecismo de forma clandestina a las afueras del panteón inglés, sitio en el que se encuentran enterrados los mineros británicos que fracasaron en Real del Monte en sus diversos intentos de explotar la tierra.

      El día que Hilario se enteró de los propósitos de su hijo, puso el grito en el cielo. De ninguna manera tendría a un santurrón viviendo bajo el mismo techo; lo que más preocupaba a Hilario era la descendencia de su apellido; de arraigada tradición minera. Cortar la cadena genealógica en el oficio que le enseñó su padre es motivo suficiente para sentirse desgraciado y entregarse, en el nombre sea de Dios, a los divinos placeres del aguardiente.

       Como indica la costumbre, el segundo sábado de mayo la población de Real del Monte se congregó en la plaza principal para celebrar una semana más de vida. Antes de ofrecer misa de doce, el fraile Dámaso acompañó a una familia británica al panteón inglés para bendecir una vieja lápida. En el momento que se retiraba del cementerio, descubrió a Tarsicio dando lecciones de furtivo catecismo. Sujetándolo de una oreja lo dirigió hasta la plaza, en donde se encontraba su madre amasando el maíz para alimentar a los mineros. Atormentada por el comportamiento indebido de Tarsicio, Nicerata comenzó a golpear la espalda de su hijo malcriado con el temolote de un molcajete. El escarmiento cesó cuando las campanas de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario anunciaron la santa misa. Al concluir la ceremonia, Nicerata ofreció, en nombre de todos su consanguíneos, disculpas al fraile Dámaso y al resto de la comunidad, prometiendo ante el sangrado Cristo, meter en cintura a su irrespetuoso primogénito.

      A las dos de la tarde comenzó a sonar el huapango, una hora después llegaron los primeros mineros a la plaza principal. El regocijo no se hizo esperar en los habitantes de Real del Monte, que alegres comenzaron a beber el rompope elaborado por las monjas de la parroquia y compartir tortitas de nata. A las cuatro de la tarde algunas señoras percataron la ausencia de sus maridos, todos mineros de «La Purísima» . Para el fraile Dámaso solo existía una opción: el despilfarro y la borrachera. El ambiente fue palideciendo mientras la tarde caía.

      Con la intención de hacer las paces con Dios y su madre, Tarsicio se ofreció con propia voluntad para acudir a «La Purísima»  e informar a los mineros el descontento de sus mujeres y del fraile Dámaso, quien ya daba por perdida la ganancia dominical. Antes de partir a la mina, Nicerata entregó a su hijo un paquete de papel canela y encomendó la misión de dárselo en las manos a Hilario cuando este se dignase aparecer. Tarsicio sujetó sobre su pecho el envoltorio, y en silencio, emprendió camino hacia la historia.

        Las zancadas de Tarsicio dejaban ver lo largo de sus piernas y la seriedad con la que había tomado la encomienda; únicamente se detuvo a intentar orinar en un árbol de pirul, pero dos unidades a exceso de velocidad interrumpieron su necesidad fisiológica: una ambulancia y un camión de bomberos. A la distancia reconoció la maquinaria de extracción  de minerales y aceleró el paso. Se habían colocado improvisadas barricadas para impedir la visibilidad y el acceso a «La Purisima» . Con la vejiga estallando, buscó la forma de ingresar a la mina sin ser descubierto por los elementos de seguridad que resguardaban el sitio.

      Dos elementos de la guardia de Real del Monte se percataron de la presencia de Tarsicio; cuando se aproximaron para alejarlo de la zona acordonada, vieron que sujetaba contra su pecho un sospechoso paquete color café. Al pedirle que mostrara el contenido del envoltorio, Tarsicio se negó rotundamente e intentó escapar. Los uniformados intentaron alcanzarlo y corrieron tras su captura. Lo encontraron meando en un huizache y ,confundiéndolo con un ladrón de minerales, dispararon contra su espalda en tres ocasiones. Tarsicio murió al instante con el encargo de su madre pegado al pecho; envuelto en papel de estraza se encontraban intactas: dos quesadillas de huitlacoche y un huarache con salsa de molcajete.

     La tarde del 8 de mayo de 1965, ocurrió una falla mecánica en la jaula que transportaba a treinta hombres en la mina  «La Purisima Concepción» en Real del Monte, Hidalgo. Veintisiete mineros murieron ahogados en el fondo del agua. El último cuerpo en ser encontrado fue el de Hilario, el ademador. Las familias de los muertos recibieron 20 mil pesos mexicanos por concepto de indemnización; ninguna autoridad habló al respecto. Desde aquél sábado negro, los gallos cacarean con mayor fuerza por las mañanas, y las esposas de los mineros asisten a la plaza principal en busca de respuestas; con la ilusión de bailar, el último huapango. 




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