| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

PUCHERITOS ✎ MSYLDER.


PUCHERITOS
  °
    Tan solo un minuto después de haber bajado del camión; a tres cuadras de llegar a su primer destino, la estación del metro Tacubaya, porque el conductor del transporte público le avisó a todos los pasajeros que debían descender de la unidad, ya que el motor estaba presentando una falla mecánica que le impedía ponerse en marcha para llegar a la base, mientras caminaba ya por aquella calle, con la mirada clavada al piso y las manos sudorosas metidas en los bolsillos del pantalón, pensando en todos sus pendientes de trabajo, tratando de encontrar un espacio de tiempo disponible para atender algunos asuntos de índole personal, sobre todo la visita al dentista que ya había postergado desde hacía más de tres meses y que ahora le parecía urgente debido a que el hueco en su muela se había profundizado al doble de acuerdo a la última exploración efectuada por su inquieta lengua; un par de sujetos se le acercaron por la espalda y uno de ellos le preguntó:

— Disculpa, ¿conoces la calle de la Caridad?

— No.

— Pues ahorita la vas a conocer, cabrón.

   Cerró los ojos del susto y a pesar de su incredulidad en cuanto a temas religiosos, se puso a rezarle como loco a las ánimas benditas del purgatorio y a implorar por su divina intervención. Dos semanas atrás, durante el desayuno, su madre le dijo que un vendedor de hierbas, menjurjes y otros tantos remedios naturales del mercado de Sonora le sugirió encomendarse a ellas. El vendedor le informó que las ánimas benditas del purgatorio eran muy milagrosas y que, si uno les rezaba con fe verdadera durante un asalto, estas se hacían presentes al momento, en forma de espectros, que los ladrones se veían rodeados por ellas y que entonces no les quedaba de otra que correr despavoridos y olvidarse de todas sus fechorías. Una más de las tantas mentiras de esos charlatanes de quinta, como ahora lo estaba comprobando. Los sujetos lo obligaron a girar en la esquina, en una calle oscura y desolada, lo invitaron a caminar de prisa y en silencio utilizando toda clase de insultos, y a media cuadra lo subieron de un fuerte empujón en la parte posterior de un coche, en donde un tercer sujeto al volante ya los esperaba.

— Dame la cartera y todo lo que traigas… pero rapidito, wey, que no tengo tu pinche tiempo.

   Un cuchillo filoso de casi veinte centímetros de largo haciéndole presión en la barriga le impidió negarse a la petición, así como a ejecutar la descabellada maniobra de escape que había pensado utilizar para darse a la fuga. Con torpeza reflejada en el temblor incontrolable de sus manos, entregó los siguientes artículos: un reloj de pulsera, un teléfono celular y una cartera desvencijada de las Chivas Rayadas del Guadalajara con cierre de velcro que contenía sus identificaciones personales, cuatro cientos pesos en efectivo y una tarjeta de nómina.

— Ahora anótame tú nip aquí… y tú, cabrón, jálate de frente hasta el semáforo, luego te das a la dere y te sigues hasta donde ya sabes… ¿ya está el número, wey? Presta pa´cá. Ahora agáchate y cuidadito con estar volteando porque te chingo, ¿me entiendes o te estoy hablando en otro idioma?, ¡agáchate, pendejo!

   Fijó la vista en medio de sus piernas y entrelazó las manos. Por el movimiento del coche, se percató de que el primer giro fue a la izquierda y no a la derecha como le indicaron al conductor, entonces supuso que una de las principales intenciones de los asaltantes era desubicarlo. Un miedo terrible se apoderó de él y crecía cada vez que caían en un bache o pasaban sobre un tope, porque el maleante sentado a su costado le hacía una mayor presión en la barriga con el objeto punzocortante. Por un momento creyó saber con exactitud lo que podía pasarle en el caso de que sufrieran un accidente automovilístico. Al imaginar sus tripas de fuera, sintió un mareo que lo dejó viendo una pantalla de color verde por más de cinco segundos y que casi le provoca el vómito. El automóvil apestaba a alcohol y a cigarro. Las botellas de cerveza y de tequila vacías regadas en el suelo, rodando de un lado a otro, aumentaban su sensación de peligro. Apretó los ojos tanto como pudo y deseó que todo concluyera rápido y que lo dejaran ir sin causarle ningún tipo de daño. Al cabo de un par de minutos que le parecieron eternos, una serie de luces rojas y azules provenientes de afuera, se proyectaron al interior del vehículo y lo recorrieron de un lado a otro. Hizo un gran esfuerzo por reprimir el movimiento de sus labios, que quisieron bailar el jarabe tapatío de pura alegría. Recobró la fe en las autoridades policiacas y pensó que después de todo, era posible que todos esos años pagando impuestos por fin fueran a valer la pena. Se imaginó en la parte posterior de una patrulla, siendo llevado hasta la puerta de su casa, sano y salvo. Se vio recibiendo sus pertenencias de vuelta y estrechando la mano de un oficial que se despedía diciendo que no tenía nada qué agradecer, que él solo estaba para servir a la ciudadanía, mientras se tocaba la gorra con una mano a modo de despedida. Pero su absurda fantasía se esfumó cuando las luces desaparecieron por completo. Escuchó a los tripulantes, que permanecieron muy callados durante el último tramo, soltar el aire de alivio casi a un mismo tiempo, para luego continuar en silencio, pero ya respirando con normalidad. Un poco más adelante, el auto se detuvo y entonces oyó la voz del copiloto.

— Pásame eso, wey.

— Espérame tantito, cabrón… ¿estás seguro de que este es el número?

— Sí

— ¿Ese es un nueve o un cuatro?

— Un cuatro

— Mi compa no va a tener ningún pedo con esto, ¿verdad?

La tarjeta de nómina apareció frente a sus ojos.

— No.

— Pues más te vale… Toma y córrele, cabrón. Y si tienes algún pedo para sacar el baro me echas un chiflido y aquí mismo me quiebro a este putito.

   Escuchó el sonido de la puerta delantera al abrirse y después al cerrar de golpe. Con los ojos puestos sobre sus zapatos marrón, trató de adivinar en qué parte de la ciudad se encontraba, pero pronto desistió de esa tarea, pues se dijo a sí mismo que el hecho de saberlo no le iba a servir de nada, pero que, en cambio, era importante que conservara la calma y que pensara rápido en una manera eficaz de pedir ayuda, aprovechando que el auto estaba detenido. Lo primero que se le ocurrió fue que quizás a esa hora aún hubiera personas dentro de la sucursal bancaria o transitando por la calle y que era probable que, si de alguna manera lograban percatarse de que en ese auto ocurría algo sospechoso, avisaran a las autoridades, así que contrajo los músculos de la cara tanto como pudo para hacer una mueca tosca y antinatural con la esperanza de que alguien allá afuera se diese cuenta de que la disonancia entre la expresión facial de los maleantes y la de él, correspondía a un hecho anormal que merecía ser reportado de inmediato. Aguantó la tensión de los músculos haciendo un gran esfuerzo, hasta que volvió a escuchar que alguien abría la puerta, momento en que todas sus esperanzas se desvanecieron de nueva cuenta.

— Ya estuvo, wey, ¡arráncate!

— ¿Cuánto?, ¿cuánto?

— Mil novecientos.

— No mames, no nos quieras ver la cara de pendejos, cabrón.

— No mames tú, culero, ve su pinche cartera de las Chivas, ¿qué esperabas?

— Vale verga, se agarraron a un puto piojo.

— Ni pedo, carnal, fue lo que se pudo. Este cabrón era el único que iba como pendejo comiendo caca.

— ¿No tienes nada más?, ¿tarjetas de crédito?, ¿efectivo?

— No.

— No le preguntes, pendejo. Pásale báscula, wey, pásale la báscula bien.

Una mano se acercó a su pecho para hurgar en la camisa y luego en los bolsillos de su pantalón.

— Nel, nada, solo unas pinches llaves y un chingo de pelusa.

— Entonces arráncate ya.

— Pero, pero…

— ¿Pero qué, wey?, ¿PERO QUÉ?, ¿acaso te dijimos que hablarás? Tú calladito y agachado, pendejo.

— Por favor, no me hagan nada.

— Si no te vamos a hacer nada, cabrón, nomás te vamos a acompañar a tu casita para asegurarnos de que llegues con bien.

— Ja, ja, ja.

— A ver, ¿qué dice su credencial?

— Gabriel Martínez Pérez, José Peón del Valle 116, Zona Urbana Ejidal, Santa Martha Acatitla Sur.

— Para allá salimos por la avenida Zaragoza, ¿verdad, Gabito?

— Sí.

— Hasta suerte tienes. Nosotros también vamos para allá, así no nos desviamos mucho.

— Mira carnal, la neta hasta te convino este bizne, te vamos a llevar hasta tu casa en limusina.

   Gabriel reprimió el llanto por miedo a molestar y provocar la ira de los asaltantes, pues pensó qué, así como su iracundo jefe, lo más seguro era que los ladrones también cambiaran de opinión repentinamente y se volvieran más severos de conformidad con su estado de ánimo. El profundo sentimiento de impotencia que lo embargaba provocó que apretara las nalgas y las piernas con tanta fuerza que por poco se provoca un calambre. El ruido del motor al ponerse en marcha le hizo aceptar el hecho de que nadie llegaría en su rescate y de que estaba abandonado a su propia suerte, esa maldita suerte de perro que parecía ser la única constante en su vida. Al escuchar los cuchicheos de los tres sujetos, volvió a imaginar todo tipo de acontecimientos atroces y entonces empezó a sospechar que se estaban acercando al lugar en donde más tarde, un periodista le tomaría fotografías a su cuerpo inerte para adornar la primera plana de un periódico de nota roja, que con un titular ingenioso y macabramente chusco de grandes letras haría alusión a su forma de perder la vida. "Le dieron pa’ sus tunas". Recordó con nitidez ese titular que observó un día en el puesto de revistas, de camino al trabajo, en el que se informaba que un vendedor de fruta de la central de abastos había sido ejecutado por un asaltante que lo siguió hasta la puerta de su casa para despojarlo de sus pertenencias. Apretó los puños, rechinó los dientes y se dijo a sí mismo que no merecía terminar sus días en manos de unos locos, que conocía al menos cinco personas que sí se lo merecían, porque todo el tiempo se la pasaban haciéndole la vida de cuadritos a los demás y que el mundo en definitiva sería un mejor lugar sin ellos.

— Párate ahí, cabrón.

   Volvió a escuchar el sonido de la puerta del copiloto al abrirse y después todo se redujo a silencio. Aunque intentó concentrarse para escuchar algún sonido, ni siquiera pudo oír el ruido de otros autos circulando por la calle y por eso pensó que se encontraba en un lugar bastante apartado de la Ciudad, quizá en un terreno baldío, en donde el último sonido que llegaría hasta sus oídos sería el ¡bam! De una bala dirigida al centro de su frente.

— Pídete dos six  gritaron hacia afuera los bandidos que permanecieron dentro del auto.

   Se puso a dar maromas mentales. Ahora sabía que el apodo de uno de los asaltantes aparentemente era el six y que le habían pedido dos. ¿Dos millones? Se preguntó. Su mente aterrorizada le hizo suponer que el desgraciado aquél había salido a negociar con un traficante de órganos y que con toda seguridad no iba a regresar hasta llegar a un arreglo favorable para ambos bandos. Imágenes de tripas, órganos, huesos, paredes tapizadas de sangre y de un montón de cuchillos de carnicero de todas las formas y tamaños posibles lo torturaron sin piedad. Más que la muerte, le aterraba pensar en todo el dolor que podía llegar a sentir antes de partir al otro mundo. Su tormento era tan grande que la bala en la cabeza llegó a parecerle el premio gordo de la lotería. La puerta de enfrente volvió a abrirse.

— Ya estuvo, carnal.

— Pásame dos, que este compa ya tiene los labios bien secos.

   Le pusieron una lata de cerveza en la mano, pero él, que ya estaba temblando y llorando sin control y que ni siquiera podía ver por las lágrimas que le escurrían, la dejó caer al suelo.

— Agárrala bien, pucheritos y límpiate esos mocos – dijo el tipo que le devolvió la cerveza y lo obligó a sujetarla con ambas manos, cerrándole los dedos en torno a la lata.

— Ja,ja,ja, el pucheritos, te la mamaste, cabrón.

— Tómele, licenciado, que nomás la está calentando.

— Déjalo, cabrón, que se la tome cuando quiera y como quiera, a lo mejor se la quiere chingar ahorita que llegue a su cantón, ¿o no, pucheritos?

— Ja, ja, ja.

   En ese punto ya ni siquiera sabía lo que sentía. La palabra secuestro cobró el más amplio sentido en su cabeza. Pensó en su pobre madre desvaneciéndose al escuchar una cifra de rescate desorbitante a través del auricular del teléfono y el corazón se le encogió. La maraña de emociones negativas que experimentó, lo condujeron hasta una especie de limbo en el cual se quedó flotando.

— Préndete el radio, wey.

— ¡Mejor préndete el porro culero!

   El conductor pegó un grito grosero de emoción al presionar el botón de encendido y escuchar la música de los Doors saliendo de las destartaladas y atronadoras bocinas del vehículo. Pisó el acelerador y se puso a cantar a todo pulmón: comon beibe laig mai fayer. Gabriel escuchó un montón de ruidos a un mismo tiempo: el de una lata al ser aplastada y el de otra al ser abierta, un par de eructos retumbantes y el de una piedra de encendedor al girar. El olor característico de un cigarrillo de marihuana pronto se apoderó del vehículo. La mano del sujeto sentado a su costado subió hasta su rostro y le puso el porro entre los labios

— Es una hidro, cabrón. Le vas a dar las tres, pero bien dadas, porque si no me voy a emputar contigo y te va a cargar la chingada, ¿entendido?

   Ni siquiera soportaba el tabaco, pero pensó que decirle eso a un drogadicto armado, sería un acto extremadamente imprudente y por eso se limitó a aspirar con fuerza y luego a toser expulsando una gran nube de humo. Todos empezaron a reír y el copiloto hasta le regaló un par de aplausos efusivos a manera de felicitación. Gabriel acercó los labios al cigarro babeado, dio una segunda calada y casi de inmediato la tercera para acabar con el asunto de una vez por todas, después se puso a toser muy fuerte, aun sacando humo por la boca y por las fosas nasales. Terminó con los pulmones adoloridos y los ojos bien rojos. Alguien se quejó de la música que comenzó a sonar después del corte comercial y alguien más cambió la estación del radio de inmediato.

                      
♪ El fonógrafo...

— Música ligada a tus recuerdos...  cantaron los bandidos al unísono, imitando la vocecita de la radio para luego carcajearse.

El conductor miró a través del espejo retrovisor para ver la reacción de Gabriel y de inmediato cambió la expresión alegre de su rostro por una cara larga.

 Al chile se ve bien agüitado este carnal, ¿y si mejor le damos cran?

¡Tranquilo!, ¡tranquilo!… y tú no mames, wey, no seas culero, ya hiciste llorar a pucheritos otra vez.

 Sí, wey, te pasaste de verga, ahora pídele perdón.

 Perdón, pucheritos, pero es que al chile me pones bien triste con esa pinche jeta que te cargas.

 Pues ¿qué quieres, wey? Ve la hora que es. Todo el puto día trabajando para ganar una mierda, ¿qué cara quieres que tenga?

Con el brazo izquierdo por encima de la espalda y palmeándole el hombro, su compañero de asiento le prometió protección diciendo.

 Tranquilo, compa, si este wey se quiere pasar de verga, mi cuate el gordo y yo te vamos a hacer el paro, además ni te preocupes que ya casi llegamos a tu jaus, ya vamos por la Zaragoza, ¿o no gordo?, dile por cual vamos para ver si a ti te cree.

 Por la Zaragoza, pucheritos, ya vamos por la Zaragoza.

 Ja, ja, ja, se la maman cabrones.

 ¿Ya ves?, ¿qué te dije? En cinco minutitos ya llegamos.

   Gabriel se sintió como un completo idiota al reconocer que las últimas palabras de su acompañante en verdad habían conseguido apaciguarlo; sin embargo, al percatarse de que el malhechor ya había relajado la mano derecha y que el cuchillo estaba alejado de su vientre, consideró que después de todo, la sensación de tranquilidad tenía un sustento real, pero de inmediato cambió de idea y pensó que no podía confiar en su percepción, puesto que estaba alterada por el efecto de la mariguana, aunque tampoco supo determinar con exactitud en qué grado, porque nunca se había enmariguanado. Sintió unas inmensas ganas de reír al pensar en esa palabra asociada a él y luego al imaginar repentinamente a los bandidos con caras de Looney Toons, vistiendo camisetas del Club América, pero se contuvo como pudo. El conductor dio una vuelta bruscamente y luego bajó la velocidad del vehículo hasta detenerse.

 ¿Qué número es?

 Ciento dieciséis, wey, eso dice la credencial.

 Pues creo que ya llegamos.

 Ja, ja, ja.

 Sí, ya llegamos. Nomás que nos pasamos un poquito, pucheritos.

 Ja, ja, ja.

 Ahorita te vas a bajar con tus ojitos cerrados, vas a contar despacito hasta diez, después te vas a persignar…

 Ja, ja, ja.

 Ja, ja, ja.

 …vas a abrir los ojos y te me vas a ir caminando derechito y rapidito hasta tu casa, sin entretenerte, porque este barrio está de la chingada y te puede pasar algo malo, ¿entendido?

 Sí.

 Pero al menos regálale otra calada antes de que se baje, no seas marro, cabrón.

 Vas pucheritos, jálale chingón.

Le jaló al cigarrillo con fuerza para evitarse nuevos contratiempos y después, el maleante que lo acompañó durante todo el camino, le acomodó la corbata y el pelo y luego lo sujetó por un brazo. Antes de ponerse en marcha le recordó que tenía seguir al pie de la letra todas sus instrucciones. La alegría de Gabriel se desbordó al escuchar que la puerta trasera por fin se abría. Empezó a resbalar las nalgas hacia la derecha sobre el asiento hasta que descendió del vehículo y después avanzó unos pasos.

 Ya estás en la banqueta. Aquí te voy a dejar. Cuenta hasta diez como te dije.

 Uno… dos…

 Cámara pucheritos, al tiro – le gritaron desde el automóvil.

   Gabriel escuchó los rugidos del motor y después un rechinido de llantas. Resistió la tentación de abrir los ojos, pues pensó que era posible que aún estuvieran vigilando sus movimientos a través del espejo retrovisor y que regresasen para lastimarlo en caso de desobedecer sus órdenes, así que continuó contando, conteniendo unas ansias incontrolables.

 Cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve… diez.

   Se dibujó la señal de la cruz en el pecho y abrió los ojos. La primera imagen que vio fue la de sus manos juntas sosteniendo una cerveza. Cuando levantó la vista, observó frente a él una pared pintarrajeada con espantosos grafitis. Se dio la vuelta despacio y ahí cerca encontró su identificación y su cartera abierta sobre el pavimento. Las recogió y echó un vistazo a su alrededor para ver si podía reconocer algo, pero solo vio los esqueletos metálicos de un montón de puestos de tianguis. Le pareció bastante extraño. Pegó la carrera hacia su izquierda, dando tumbos, con la fuerte y extraña sensación de encontrarse dentro de una película en la que él hacía de protagonista. Se detuvo en la esquina de la calle, donde alzó los ojos y vio el letrero metálico sujeto al poste de madera.

CARIDAD TEPITO,
COLONIA MORELOS,
DELEGACIÓN CUAUHTÉMOC.

Una contradicción muy grande y enloquecedora estalló en su cabeza. Aunque estaba consciente de encontrarse en uno de los barrios más peligrosos de la Ciudad, en ese momento, por una razón que fue incapaz de explicarse, se puso en los zapatos de los malhechores y entonces pensó que, desde ese punto de vista, haberlo dejado abandonado y enmariguanado en esa calle, tan solo se había tratado de una buena broma. Una broma que no hacía más que reflejar y reforzar el significado de su vida entera. Una nueva conexión neuronal provocó que un montón de escenas de cine bombardearan su cerebro y que, por primera vez en la vida, él les encontrara un profundo sentido. Aunque estaba muerto de miedo, su cerebro le dio la instrucción precisa de reír hasta perder el aire y Gabriel fue incapaz de resistirse. Se quedó doblado por la mitad, sintiendo que su cabeza se hinchaba y deshinchaba como un globo, creyendo que en cualquier momento le venía un derrame cerebral, mientras una vocecita ahí adentro le gritaba: ¡corte!, ¡corte y queda!, ¡fenomenal, Gabriel!, ¡estuviste fenomenal!

 





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