| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

MORDER EL POLVO



"Uno no puede permitirse el lujo de ser ingenuo
 al tratar con los sueños.
Se originan en un espíritu que no es del todo humano,
sino más bien un soplo de la naturaleza,
el espíritu de una diosa tan bella y generosa como cruel" 
Carl G. Jung.
| Acto primero |


Se abre el telón.

(A través de un espejo roto se refleja la sombra de una cabaña).
(Una voz superpuesta emerge de entre el silencio)

   Existen, por encima de la superficie habitable, seres extraviados buscando palabras intangibles; letras mudas e invisibles: individuos sin sentido de la realidad. Entre el albor y el crujir del suelo, los dubitativos habitantes en la penumbra de su existencia, recurren a las más siniestras prácticas de austeridad; recorren escondrijos, cavan la tierra y guarecen bajo las estrellas con la única encomienda de salvaguardar palabras que consideren dignas de conservar. Los incomprendidos exploradores, en su mayoría, puesto que han extraviado el sentido común, carecen de toda clase de instrumentos de orientación.

   Bajo el funesto cielo nocturno, al linde de una carretera de semblante infinito, una luz a la distancia ilumina el campo de visión de un transeúnte extraviado. Gira el rostro en busca de la luminiscencia. Un aro de luz blanca a escasos metros esclarece el fango y un angosto sendero que conduce a una pequeña choza de madera. Intentando mantener la compostura, se dirige cuidando cada paso hacia el espectro luminoso y alza la voz para hacerse presente — ¡Buenas noches! Parece que estoy extraviado— planea decir—, pero antes de conseguir articular las primeras sílabas de la interrogante, la boca de un rifle semiautomático ya apunta en dirección de su desconcertado y explorador entrecejo. Cuando el ojo de pólvora se direcciona hacia el cuerpo humano, carecen de importancia los nombres propios; la nostalgia del pasado, la fragilidad del presente o el ansiado futuro. Milésimas de segundo previas al fulminante estallido, víctima y victimario compenetran instantes volviéndose uno. De rodillas, al borde de una parcela, bajo el fragor de la luna, una lluvia de imágenes y recuerdos se apoderan de su capacidad de reacción. El cañón ahora roza la espalda del siniestro aventurero. No consigue distinguir el mensaje de la voz que emerge de quien sujeta el arma de fuego. “Todo ha sido gratificante.” — se dice a sí mismo— En estos momentos le hubiese gustado contar con un ápice de fe para solicitar un último favor en la tierra; elevar oración, pedir perdón y comenzar de cero, mas no encuentra la desfachatez suficiente.

— ¡Acuéstate boca abajo y pon las manos sobre la espalda, cabrón!— se escucha decir.


| Acto segundo |

    En algún sitio ordinario, de pie, frente a un conjunto de uniformados en supuesta función de sus deberes, el ahora detenido, bajo opacas lámparas de luz empañadas por el infranqueable paso de los años, reposa la espalda en vertical sobre un muro de concreto blanco en el que resaltan líneas horizontales y números arábigos, óptima escenografía para efectuar una digna foto de prontuario y el interrogatorio pertinente.


INFORME POLICIAL HOMOLOGADO (IPH)
HECHO PROBABLEMENTE DELICTIVO.



    San Miguel Arcángel , a 5 de junio de 2022 se hace constar por escrito, el auto emitido en la audiencia inicial, correspondiente al minuto once y hora veintitrés, relativo a la calificación de la detención de (se desconoce el nombre del acusado).

C O N S I D E R A C I O N E S


1.    Se calificó de legal la detención y, por consiguiente, se determinó permaneciera detenido durante el desarrollo del interrogatorio, pues se actualizó la hipótesis prevista en el artículo 146 del Código Nacional de Procedimientos (CNP)

2.    Se tomaron en cuenta, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 265 del CNP como datos de prueba, el informe policial de fecha signado por Juán Escróto y dictamen pericial en química realizado por Alejandro Cremento con los cuales quedó, para el estándar probatorio exigible, que la persona fue detenida el cinco de junio de dos mil veintidós, en virtud de que transitaba sin rumbo aparente a orillas de la carretera principal rumbo a San Miguel Arcángel y fue sorprendido en presunta complicidad telefónica con miembros de grupos delictivos identificados del perímetro que compete a la zona del siniestro.

   Lo anterior, en razón de que del informe policial se advirtió que la detención obedeció a que el ciudadano caminaba con un dispositivo de comunicación inalámbrico en la mano izquierda e intentaba iluminar con ayuda de la lámpara incluida en su artefacto el estrecho sendero por el que transitaba a orillas de la carretera municipal, por lo que se le acusa de tentativa de invasión a la propiedad privada. Al momento de su aprehensión, el detenido, aparentemente orinado encima de su vestimenta, mostró señales de ausencia emocional y espiritual. Así mismo externó sentirse en desconcierto, seguido de una abrumadora falta de interés por las indicaciones que se le otorgaban. Al brindar su declaración ante la jurista en funciones, hace mención que entre sus antecedentes preventivos únicamente se encuentra miccionar un ficus benjamina a media noche en las afueras de su entonces hogar. Argumenta llevar semanas enteras en búsqueda de las letras correctas en sitios oscuros y silenciosos. Así mismo, el ahora detenido expone encontrarse en apuros digestivos por lo que sostiene estar reprimiendo el esfínter para evitar agraviar la presente situación.


Pertenencias que se decomisan: Libreta a rayas con pasta dura en forma francesa. Pluma estilográfica a tinta negra con mecanismo de carga por émbolo probado y contrastado. Dispositivo de comunicación telefónica inalámbrico con la pantalla estrellada.

   Así lo dictó, firmó y enteró en audiencia privada el día cinco de junio de dos mil veintidós, la licenciada Virginia Dolores Meráz , Juez de Distrito del Nuevo Sistema de Justicia con sede en San Miguel Arcángel. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 63 del CNP.

| Acto tercero |

   Dos aves revolotean en círculos entre elevados muros de concreto. Iluminan el patio central las franjas de luz provenientes de una opaca claraboya. Un hombre recostado sobre el suelo frío persigue con la mirada el vuelo de los ovíparos. Se escuchan toda clase de sonidos; rumores, plegarias, flatulencias y ronquidos. Por la ubicación de la luna y las manecillas del reloj, todos los habitantes de aquel sitio deberían estar durmiendo, accediendo a una realidad distinta a través de las bondades del inmenso poder del cerebro humano y el proceso onírico; corriendo entre campos de trigo y cornezuelo, recibiendo el viento de frente bajo la inmensidad del cielo. Cuatro lámparas incandescentes iluminan veinticuatro horas los siete días de la semana: en esta jaula de cemento, el día y la noche únicamente existe en la imaginación y el recuerdo de sus ocupantes. Debido a la escasa ventilación, el penetrante aroma a transpiración logra camuflarse con aplaudible destreza con la visible humedad de las paredes que resguardan la deteriorada fortaleza. En un extremo de la habitación, un viejo escritorio de aglomerado pintado con el menor de los esmeros y una silla plegable con el respaldo oxidado, decoran con minimalista austeridad el despacho central de operaciones del guardia en turno. Se intuye la posición del sol cuando se intensifica el cantar de los pájaros. Seis cuartos grises, perfectamente pintados e iluminados, rodean un patio rectangular del tamaño de una cancha de tenis profesional. Por cada habitación, guarecen al menos cuatro individuos sentados sobre la superficie esmerilada. Toda clase de accesorio de vestir supone un estorbo cuando se pierde la libertad. Es de dominio popular la relación y riesgo existentes entre un cinturón y el cuello de un ser humano. En realidad se trata de un episodio insignificante, en general, parece un sitio agradable.

— ¡Doctor, doctor! — se escucha una voz desde la celda contigua — ¡Sed, sed!

— ¿Doctor? — se pregunta para sí mismo el nuevo inquilino de la celda cuatro.

— ¡Doctor, por favor! — la misma voz, está vez con tono afligido — ¡Canela!

— ¡Qué demonios! — esta ocasión en voz alta. — ¿Acaso hay doctor certificado en este sitio? Porque bien podría ingerir un par de píldoras de melatonina para conciliar el sueño.

    Cuatro individuos resguardados en la celda número uno se encontraban inmóviles recostados boca arriba. Dos de ellos, cansados de la luz perpetua, cubriendo su rostro con una de las mantas otorgadas de forma gratuita por las honorables autoridades. El resto de los recluidos, potencialmente malos muchachos y pertenecientes al sector de los contemplativos, observando el infinito a través del techo; reflexionando y hurgando sus presentes acciones ante una serie de principios y objetivos que dictan las reglas de convivencia social.

— E-e-está loco, no le pre-prestes importancia. —Contestó el individuo con apariencia más longeva de la celda — De-desde que llegó no hace otra cosa que pedir a-a-agua o té de canela para tirárselo encima — Tras una pausa para volver a escuchar la voz del cuarto contiguo, prosiguió— Pe-pero nos acaban de dar la ja-jarra del turno y no será hasta dentro de se-se-seis horas que vuelvan a darnos. Por cierto ¿Có-cómo te llamas? ¿por qué te encerraron?, no parece que seas de los que buscan pro-pro- pro… no pareces malo.

   En un inicio el extraviado explorador escuchó con dificultad y recordó afligido que el último líquido ingerido había sido un café con mezcal hace algunas horas, por lo que era probable que comenzara a sufrir los síntomas de la deshidratación si esperaba seis horas más. Intentó fingir que dormía, pero recordó que, minutos antes, su pensamiento había traicionado a sus conscientes deseos y se había expresado en voz alta.

— En la vida siempre acechan peligros latentes— contestó. —Puedes llamarme como te venga en gana, lo mismo da. ¿Y a ti, por qué te metieron? —preguntó.

Con ayuda de ambas manos desprendió la espalda del suelo, se recargó sobre el muro más cercano a su cuerpo y efectúo una profunda respiración.

— Pues ve-verás— dijo, exhalando con dificultad— salí a bu-buscar carbón para encender el fu-fuego y recibir a unos fa-familiares de Ciudad Victoria—pese al evidente tartamudeo, su tono recobraba entusiasmo—A-acudí a la pequeña tienda de a-a-abarrotes que encontré más cercana y como era de esperarse en dichas búsquedas, no encontré lo que buscaba, así que opté por continuar mi tra-tra-trayecto hasta llegar a una tienda de conveniencia más grande. ¿Hasta ahí to-todo bien? — sin esperar respuesta, continuó con su relato — Encontré una gasolinera con un minisúper a un co-costado de los sanitarios e ingresé al establecimiento. Compré el carbón que necesitaba, hielos y servilletas, to-todo para recibir a mis invitados. En la caja de pa-pa-pago, perdón — se detuvo un instante e inhaló de nuevo con profundidad—a punto de liquidar los productos previamente seleccionados, la cajera en tu-tu-turno me ofreció una bolsa de cacahuates japoneses en promoción, los cuales acepté con encanto e incorporé a la cuenta final. Pagué y, con la intención de que llegasen en su mejor estado a la mesa, resguardé la botana en la parte trasera de mi pantalón. A-a-antes de llegar a mi destino, recordé que me había olvidado por completo de comprar fósforos para encender el fuego, así que, un tanto a prisa, volví a la pequeña tienda de abarrotes en la que había encontrado absolutamente nada con la intención de hacerme de una buena caja de cerillos. Cuando me disponía a sa-sa-lir de la tienda, satisfecho por la compra efectuada, la encargada, una anciana señora me sujetó por la espalda, y gritando dijo: ¿Y esos cacahuates no piensa pagarlos, vi-vi-viejo ra-ra-ratero? — Volvió a detener su relato, esta vez con las mejillas ruborizadas, prosiguió— A-a-antes de conseguir hacerle entender a la señora la procedencia de la botana, habían llegado ya do-dos unidades de po-po-policía. El resto es historia. Llevo aquí ce-cerca de quince horas y es probable que en cinco más me dejen li-libre.

   Mientras la narración sucedía, reinó un silencio espectral en el reducido y maloliente recinto. A nadie pareció interesar del todo la crónica del cohabitante recargado en el muro divisorio del inodoro, dirigiendo ahora la mirada en dirección del tragaluz.


— ¿Cuántas horas dices que llevas aquí? —preguntó de pronto uno de los presentes dentro de la celda.


  Visiblemente sorprendido por la atención brindada, carraspeó la garganta unos segundos y golpeándose en dos ocasiones la zona del pecho, dijo:


— Si no me fa-falla la chaveta y el re-reloj biológico, debo estar por cu-cumplir las dieciséis horas— haciendo uso de sus dedos, agregó- Dios me-mediante, en cuatro horas salgo.

   Incapaz de abstraerse de la conversación, el subrepticio y recién ingresado detenido sobresaltó sus pensamientos al escuchar aquél disparate. Por un segundo intentó acudir a pensamientos amables, sin embargo, resultó imposible evitar el peso de aquella claustrofóbica idea de encierro. Sus ojos reposaban cubiertos por las palmas de sus manos, intentando efectuar una minuciosa recapitulación de las acciones que lo habían direccionado a dicho instante.

¡A ver, cabrones! ¿Se callan de una vez o me los madreo ? — mencionó el guardia de seguridad en turno tras ponerse de pie y retirar su porra de una zona próxima al trasero- Aquí no es ningún burdel para que anden socializando. Hemos de ser más de uno los que requerimos una siesta.

   La relación con el silencio se encontraba en ascendente deterioro en aquél sitio. De pronto, en medio de la inesperada solicitud del uniformado, el sediento individuo de la celda aledaña vuelve a escena e implora, esta vez con mayor determinación, un poco de canela.

— ¡Hijo de la chingada!—tras sonreír y exhibir la ausencia de molares superiores, el guardia dice— Enserio que tú no tienes ni poquita madre —dirigiendo la mirada al solicitante — Es la quinta vez que vienes en el mes y no haces otra cosa que estar chingue y chingue. Ya pórtate bien, cabrón. En unas horas sales y te tomas toda la canela que tu chingado cuerpo aguante ¿quedó claro? — Antes de volver a su pequeño escritorio, se intenta rascar la espalda con la macana, se retira un palillo mondadientes que sostiene entre los labios y exclama— ¿Quién los manda a hacer cosas buenas que parecen malas? Ahora se chingan un rato.


| Acto intermedio |

   La noche anterior, treinta minutos antes de culminar la apabullante jornada en la estación de servicio “El Pórtico”, Javier Perea, nombrado empleado del mes por cumplir con las metas asignadas y tras recibir el bono económico otorgado por concepto de puntualidad, se decide soltar amarras monetarias y dar por fin una sorpresa a su compañera de turno y amada Blanquita, con quién desde hace un par de semanas sostiene vínculos afectivos a escondidas de los supervisores. Su plan consiste en abastecerla de chocolates, rosas de diversos colores y un pastel de tres leches en conmemoración de su cumpleaños. A pesar de la sencillez que supone su proyecto, Perea llevaba alrededor de una semana planificando y visualizando la escena. Desprendería a conciencia la suciedad de sus manos y esperaría a que la tierna de Blanquita se encontrase de espaldas. Entonces, solo entonces, se acercaría intentando hacer el menor de los ruidos de manera que la sorprendida cumpleañera no pudiese percatar presencia alguna. A una distancia conveniente sobrepondría los brazos por encima de los hombros de la inadvertida enamorada y cubriría sus brillantes ojos con ayuda de sus relucientes palmas; y entonces sí: “Feliz cumpleaños mi Blanquita, que sea el primero de muchos”.

   Blanca Concepción, auxiliar de atención a clientes y cajera eventual en la pequeña tienda de conveniencia de la estación de servicio “El Pórtico”, cumplía veintidós años de edad aquel sábado de primavera. En una semana exacta cumpliría sus primeros seis meses suministrando artículos de uso diario y despachando la caja del pequeño establecimiento en el condado de San Miguel Arcángel. Aunque sus verdaderos y más profundos anhelos se encontraban lejos de la venta de cigarrillos, cerveza y anticongelantes, había logrado adquirir el gusto y la disciplina por las labores diarias tras conocer a “Javis”, su enamorado, que era como había aprendido a decirle de cariño a Perea. En un principio, cuando era invisible la repugnante confianza, Blanquita Concepción se mostraba displicente con la presencia del bienintencionado de Javier, debido a que consideraba perjudicial cualquier distractor en horas de trabajo. Al paso de unos meses resultó inevitable ceder a las condescendencias de Javis, que con piropos y obsequios, consiguió conquistarla.

   Observó el reloj de pulsera en tres ocasiones antes de decidirse a llevar a cabo su estructurado plan. Como es habitual, sintió recorrer de pies a los hombros la adrenalina previa al gran momento. Seguro de que nada podía salir mal, se dirigió a su amada con las manos bien limpias y de puntitas. Cuando cubría con delicadeza los ojos de su enamorada y se disponía a comenzar su ensayado discurso afectivo, una unidad policiaca con las luces apagadas se aproximó a la estación de despacho en ese momento fuera de servicio.

—¡Es para hoy, par de calientes! — dijo un uniformado dirigiéndose a la pareja de enamorados— ­­¡Luego cogen!

   Ambos, sorprendidos por el estrepitoso llamado, se separaron de inmediato y Javier resolvió como por impulso indicarle al oficial que ese dispensador se encontraba cerrado.

— ¿Qué dices, pinche escuincle? — exaltó el conductor de la unidad—. A mí me atiendes aquí y ahora, que ya me quedé en ceros, cabrón. ¿Cómo chingados quieres que llegue a otro lado? Dile a tu noviecita que te ayude a empujar a uno que sí esté en servicio, par de huevones.

    A un lado del conductor, en el sitio designado al copiloto, se alcanzó a escuchar una risa aguda. Con visible irritación en el rostro, el joven Javier solicitó al oficial no hacer uso de aquel lenguaje exacerbado delante de la dama y solicitó al mismo tiempo que por favor intentase mover algunos metros hacia el dispensador más cercano, en el que con gusto le abastecería de combustible.

— ¡Ah, muchos pinches huevos, mocoso! Te voy a enseñar a respetar a la autoridad, cabrón. — proclamó el conductor.

   Descendieron dos uniformados de la unidad, un hombre y una mujer, y con uso de violencia física y verbal, aprehendieron a Javier Perea para trasladarlo al área de separos preventivos de San Miguel Arcángel, dejando a Blanquita Concepción aturdida y con sus coloridas rosas en la mano.


| Acto siguiente |

— ¿Perrea? ¿Perrea? — repitió el guardia en turno en medio del patio central.

— ¡Perea! ¡Javier Perea, por aquí, señor! — contestó Javier desde la celda más alejada del acceso principal.

— ¡Te faltan tres horas para salir! ¿Lavas el patio y te vas, o te esperas a cumplir tus horas un rato más? —preguntó a Javier.

  Antes de que cualquiera de los detenidos pudiera dirigirse a Perea para desearle un extraordinario retorno a la libertad, el sediento e irritante custodio de la celda contigua se acercó a los barrotes e intentando mostrarse inadvertido, se dirigió a Javier.

— Tss, tss, joven, tss, tss. ¿No me da tantita agua de esa con la que limpió el patio? Muero de sed, no sea malo joven.

    Falto de interés en asuntos ajenos, uno de los individuos aún privados de su libertad, un sujeto de aproximadamente cincuenta años de edad detenido presuntamente por ingerir bebidas alcohólicas dentro de la casa de Dios, cuya barba y bigote en desorden apenas permiten ver la comisura de sus labios, comenzó a silbar y a tararear “Amorcito corazón”, una antigua canción mexicana que saltó a la fama a finales de los 40s´ tras ser interpretada por el ídolo de multitudes, Pedro Infante, en la película y clásico nacional “Nosotros los pobres”, dirigida y producida por uno de los caudillos del cine mexicano, Ismael “el loco” Rodríguez, en la emblemática e irrepetible época de oro del Cine Mexicano. En la cinta a blanco y negro, Pepe el Toro, un humilde carpintero interpretado por el inmortal Pedro Infante, desencadena toda clase de emociones derivadas de su indiscutible carisma y popularidad, encontrándose en constante asedio por una serie de mujeres que anhelan al menos un poco de su invaluable cariño. Pronto se sabe que el famoso carpintero únicamente tiene ojos para Celia, La Chorreada, a su vez pretendida por Montes, un licenciado acaudalado mismo que se dará a la tarea de señalar de ratero al noble e inofensivo de Pepe el Toro por el presunto robo de unos cuantos pesos destinados a un trabajo de carpintería. Mientras que la tristeza y coraje recaen en los personajes, mostrando un México plagado de contrastes e injusticias, el responsable del atraco, erudito del fraude, consumidor habitual de buena yerba, y padre de La Chorreada, la pasa de lo mejor.

Amorcito corazón. Yo tengo tentación de un beso... (Silbido)

— ¡Cierra el pico! ¿Quieres? —una voz en cólera se escucha ya fuera de sus cabales. — Deja dormir de una vez por todas, estúpido ruiseñor.

— Espero en Dios padre que no te estés dirigiendo a mí, porque puede que te arrepientas. — contesta el ahora irritado silbante.

— ¿Intentas amenazarme? Será mejor que ya te calles, vagabundo de mierda, sino quieres que te deje los ojos tan hinchados que cualquiera pensará que se te subieron los huevos al rostro, claro, asumiendo que tienes huevos.

   Todo ocurre en presencia del guardia, quien por el momento se mantiene con la boca abierta; reposando en la silla plegable con los pies sobre el escritorio, completamente absorto en su dispositivo móvil. Resulta intensamente entretenido el intercambio de apodos e ingeniosas ofensas hasta que se escucha la voz en señal de auxilio proveniente del presunto ladrón de cacahuates japoneses, que en ese momento se ve en medio del disturbio que ha trascendido a los golpes y que deja muy mal parado al ruiseñor. No es hasta ese instante que el uniformado se acerca a la zona en la que se desarrolla el conflicto e interrumpe la contienda.

— Si no lo veo, no lo creo, hijo de la chingada. — soltando una risa y dirigiéndose al menos afectado de los involucrados—No tiene ni diez horas que te madreaste a tu vecino y ya estás haciéndola de a pedo otra vez. Ya bájale de huevos, Fonseca, o te van a trasladar a “La grande”.

    Ciertos argumentos en la declaración brindada por Fonseca N al momento de su detención, apuntan a que fue en defensa propia que rompió en tres partes el tabique nasal a Eduardo, su vecino, en las inmediaciones de la unidad habitacional que ambos habítan, dejándolo de manera momentánea en estado de aturdimiento físico/emocional, pero no al grado de impedir que este levantara, aconsejado por una señora que en el momento de los hechos transitaba cerca del enfrascamiento, una denuncia por violencia física y daños póstumos. La única persona con la que Fonseca N logró sostener una conversación dentro de los separos preventivos fue el ya puesto en libertad Javier Perea, por lo que el resto de los internos desconocen los motivos concretos de su detención, pero se especula al interior de las celdas que ocurrió un conflicto de intereses, en donde las faldas femeninas vienen a desempeñar el papel protagónico de los intereses en mención. Que el problema, al parecer, se venía arrastrando desde la época del bachillerato, cuando Eduardo y Fonseca N eran amigos inseparables. Fonseca, visiblemente imperturbable, apenas dirige la mirada hacia el dueño de la voz que intenta gestionar una fallida reprimenda. Nadie dentro de los separos preventivos consigue hacerse una idea de que tan grande puede llegar a resultar “La Grande” que menciona el guardia de seguridad.

    El ejercicio de la imaginación es primordial cuando se tiene absolutamente nada que hacer en un cuarto repleto de desconocidos. El gusto habitual de hablar consigo mismo suele resultar el mejor aliado en momentos de exaltación interna e intolerancia hacia el entorno. Difusa es la línea de los pensamientos sanos y los indeseables. En ocasiones, parece que la santísima providencia tiene intenciones verdaderamente aterradoras.

   La noche y el día transcurren sombría e inalterablemente. Uno a uno, los detenidos recuperan la ansiada libertad al cumplir las veinte horas de arresto. Tras la partida de Perea, el primero en doblar las cobijas y abandonar las rejas es el presunto ladrón de cacahuates japoneses. Poco puede articular al momento de ser puesto en libertad, pero manifiesta mostrarse agradecido con el desconcertante cordero de Dios. Al cabo de lo que parece una eternidad, pero que resultan ser dos horas infinitas, el sujeto del abundante pelo facial y de refinado silbido, accede a limpiar los retretes a cambio de tres horas de condonación del castigo con una diminuta y desgastada fibra color verde y un atomizador con desinfectante. Antes de abandonar por completo la zona de separos, se dirige en dirección de Fonseca N y, tras simular pesarse los genitales, muestra con ambas manos el dedo más grande y expresivo.

    A las tres de la tarde se sirven los alimentos y se entrega una jarra de agua por cada celda. El menú a un tiempo en esta ocasión consta de nopales cocidos en su jugo con chicharrón crujiente en salsa de chile guajillo y cuatro tortillas por cabeza sin opción a postre. Para ese instante, el sediento e hiperactivo individuo de la celda aledaña debe encontrarse en profundo sueño o en transición a la tierra de los imbéciles, ya que hace al menos cuarenta minutos han dejado de escucharse sus irreprimibles lamentos; a estas instancias del encierro, suele acrecentarse el nivel de intolerancia a la estupidez. Es preciso en estos momentos de tranquilidad cuando, con un poco de esmero e imaginación, el complejo parece más un hotel de dos estrellas con servicio a la habitación que un sitio cautelar.

   Poco después de concluir los alimentos, se realiza cambio de turno general y el nuevo guardia de seguridad parece que únicamente ha moldeado su cabello hacia el lado contrario, ya que resulta imposible detectar las diferencias fisionómicas de ambos uniformados. Como la gran mayoría de los dependientes de la policía nacional, parece que no solamente ha tenido un mal día, sino que aborrece su vida prácticamente desde que su madre hizo aquél enorme esfuerzo y lo parió.

   En base a una invariable estadística producto de la observación y la repetición de hechos, se concluye que llegando a las quince horas de encierro es cuando dan comienzo las negociaciones con la autoridad competente, en este caso el recién llegado e impasible guardia de llaves, para disminuir las horas totales de reclusión. En esta ocasión la propuesta es dirigida a Fonseca N, al que únicamente se le encomienda separar las cobijas en buen estado de las maltrechas que se encuentran resguardadas en un depósito verde al extremo del patio central. Fonseca N, al que sin duda el sitio le ha sentado espectacular, rehúsa a toda clase de negociación argumentando no estar dispuesto a doblar las mantas en donde ha guarecido el culo apestoso de incontables desconocidos, lo cual, en gran medida, es absolutamente cierto. Es por ello que ahora se recuesta dando la espalda al guardia, a la espera de que las horas dispuestas en un inicio se cumplan por completo.

   Gobierna un prolongado silencio dentro de los separos preventivos hasta que se percibe el sonido de una sirena policiaca a pocos metros de distancia. Una joven pareja de turistas es puesta a disposición de las autoridades por infringir las medidas sanitarias impuestas en San miguel Arcángel al rehusarse a portar su cubrebocas en vía pública. Posterior a sus respectivas declaraciones, ambos detenidos, hombre y mujer, posan para la habitual foto de prontuario, misma que horas más tarde será compartida en diversos medios de comunicación locales como medida preventiva a la población. Sanción: quince horas de arresto sin uso de mascarilla ni derecho a chicharrón con nopales y mil pesos mexicanos.

   El nuevo gendarme de seguridad, que ciertamente se muestra más despierto que su antecesor, contagia un espíritu de silenciosa exaltación entre los detenidos a quienes no desvía la mirada ni un segundo desde su remoto escritorio. Todo parece indicar que tiene memorizadas las tareas a desempeñar dentro de su jornada laboral pese a las sombrías condiciones que lo rodean. De un momento a otro, intempestivamente, se pone de pie, y tras acomodarse el cinturón y cerciorarse de que su sombrero se encuentra efectivamente en su cabeza y no en la de alguien más, se dirige irritado y con el ceño fruncido en dirección del oligofrénico de la canela que al parecer ha despertado de su momentánea muerte y en ese preciso instante recurre al llanto y a una serie de extraños gemidos suplicando ser puesto en libertad. Todo señala que el nuevo guardia de seguridad no está dispuesto a tolerar escenas que alteren su inicio de semana, por lo que muestra temperamento apenas escucha el primer sollozo. A prisa acude a la celda en la que guarece el estridente individuo para leerle lo que coloquialmente se conoce como la cartilla. Es en este momento que los ahora escasos detenidos dentro de las celdas contiguas se enteran de lo que era evidente desde un inicio; y es que el sediento, ansioso y chillón recluido padece de sus facultades mentales y cada domingo asiste puntual a misa de nueve de la mañana en la parroquia del pueblo, y tras recibir el cuerpo de Cristo nuestro señor, acostumbra a despojarse de las prendas que cubren de su cintura hacia abajo, incluyendo los calzoncillos, dejando al descubierto su trasero del que parece estar del todo orgulloso al exhibirlo y sacudirlo delante del que murió en la cruz. Esto último, claro, resulta un rumor a voces que han generado los feligreses, que se niegan a aceptar su condición mental tachándolo de impúdico y blasfemo. Por lo anterior es que se ha convertido en un recurrente y santo acreedor de diversos correctivos.

   Se malgastan los años persiguiendo las señales incorrectas. Se persiguen toda clase de cosas; los sueños, la paz y la gloria. El equilibrio y la estabilidad. Entre la infinidad de anhelos, se persiguen también las letras que construyen la presente oración. De tanto especular y pisarle los talones al mañana, la ansiedad nos acorrala y pronto nos encontramos de nuevo perdidos derrochando el inestimable instante que está por formar parte del pasado.

   Cae la tarde inalterable dentro de la delegación policiaca. Las aves crepusculares se precipitan sobre la estructura del inmenso tragaluz. Afuera, más allá del concreto y el encierro, la vida transcurre de manera cotidiana. Más a la distancia, en algún sitio ajeno a la superficie habitable, corrientes de polvo cósmico flotan formando nubes noctilucentes. El cosmos habita en todo, no somos más que polvo estelar.


| Preámbulo de acto primero |

Había sido aquella una mañana de acuarelas. La sugerente posición de las cortinas a media altura permiten los primeros destellos de luz sobre el escritorio-comedor-repisa, situado en la esquina norte de la habitación. Desde la cama más cercana a la ventana, se logra contemplar una pintura en movimiento con los primeros globos aerostáticos ascendiendo hacia la bóveda celeste. Existe un predominante aroma a pollo asado en estado de descomposición que se intensifica en cada vuelta que el ventilador consigue concluir. El sonar de las campanas parroquiales sugiere un llamado a expiar las penas recientes y, salvo que se opine lo contrario, no existe mejor forma de purgar la imperfección que el alivio de la evacuación. El reducido paso hacia el sanitario es un campo minado de vasos y envases de cerveza a medio tomar. Soy dueño de una vejiga increíblemente sensible. No al extremo de padecer incontinencia urinaria, cabe aclarar, pero acudo a liberar las aguas menores tantas veces me sea necesario antes siquiera pensar mojar los pantalones. Recostado, a la espera de la señal fisiológica correcta, sigo con la mirada la trayectoria de las aspas del ventilador. Contabilizo cincuenta vueltas completas antes de advertir mi absoluta imbecilidad observando el techo. Considero seriamente reprimir la insulsa actividad mientras continúo tendido observando el ventilador. Indago en mi pequeña libreta de registros las últimas oraciones plasmadas. Por lo anterior, resulta sencillo hacerse a la idea de que deambulo por la vida con una especie de diario bajo el brazo, en el que cristalizo mis abstractos pensamientos e irracionales reflexiones, pero manifiesto que no es del todo certera esa conjetura.

   Cierto sueño ha estado repitiéndose en los últimos meses en donde un arma de fuego apunta en dirección de mi cuerpo. La semana pasada, por consejo de un viejo amigo que sabe absolutamente nada al respecto, pero que cuenta con una capacidad sobrenatural de involucrarse en los asuntos que no le competen, acudí a terapia conversacional para hacerle frente al tema del siniestro sueño y las armas. Y una de dos: o comprendí mal las instrucciones dictadas por el terapeuta en la primera y última sesión que he tenido oportunidad de asistir, o sencillamente no presté la atención suficiente por encontrarme distraído y absolutamente absorto con un dibujo de Santiago Ramón y Cajal que colgaba junto a un reluciente título universitario en el muro central del consultorio. El contemplativo especialista rondando la cincuentena, según recuerdo, hizo mención con evidente frenesí en su tono de voz del Libro Rojo de Carl G. Jung, en el que se puede tener un acercamiento, de acuerdo al especialista, más cercano con el mundo de los sueños. Entre algunas reseñas de libros, anécdotas de su ya distante etapa de mochilero y exaltados puntos de vista sobre asuntos ajenos a mis problemas personales, transcurrieron los sesenta minutos de sesión acordados por la prestación de sus servicios desde la cita establecida vía telefónica. Antes de partir por completo del consultorio, me hizo entrega de una hoja membretada tamaño media carta en la que sugería con letra ininteligible llevar registro onírico con la finalidad de polidimencionar el subconsciente y profundizar en la médula de mis perturbados sueños. Es entonces que porto el pequeño cuaderno en el que hago puntual inventario de mis conversaciones con Morfeo.

   Finalmente me veo en el espejo. Por mi aspecto, cualquiera pensaría que no he conciliado el sueño en los últimos diez años, pero nada más alejado de la realidad. Cuando las condiciones del descanso resultan propicias, direcciono la pelvis, acomodo las nalgas y sitúo cualquiera de mis pulgares entre los labios para entregarme por completo al reposo en posición cuasifetal. Lo cierto es que la maría y los envases de cerveza regados por el suelo fueron en gran medida los causantes del aturdimiento cognitivo y mi semblante actual. Por fortuna, del otro lado, únicamente se refleja discreta irritación ocular, lo cual me deja bastante bien parado ante el universo de prejuicios con los que seguramente he de interactuar en mi regreso a Santiago capital.

   Dentro del escalafón de rangos en el frente de batalla de la vida diaria, existen puestos estratégicos y jerárquicos concedidos por mérito a la confianza. Tal es el caso de Arellano, al que le ha sido asignado el grado de teniente, distinción otorgada por el registro de hazañas dentro del batallón. He pactado tertulia con el Teniente Arellano antes de que la tarde caiga. Convenimos escuchar los nuevos temas de Los Hermanos Gutiérrez para ponernos al día en la no menos importante materia de continuar viviendo, por lo que he de abandonar San miguel Arcángel antes del mediodía. Como en los más diversos aspectos de la vida, la relación con el gran Teniente ha sufrido sus habituales altibajos. Coincidimos hace poco más de doce años en lo que recuerdo fue el empleo más entretenido que cualquier estudiante pudiese llegar a imaginar. Musicalizados en todo momento por el maestro Gilmour y sus secuaces, despachamos café por algunos meses a diestra y siniestra, y nos encargamos de amenizar el ambiente laboral con toda clase de ocurrencias, con la mirada entreabierta y una sonrisa dibujada en el rostro, sin importar la muy probable afectación operativa de la cafetería que se encargó de cruzar nuestros caminos. En consecuencia, se fue forjando una amistad que hasta la fecha conservamos perseverantes y hoy por la tarde cerraremos la semana en compañía de los Hermanos Gutiérrez y del Teniente en mención.

   He pasado un par de horas deambulando por la habitación en la que desde hace dos días me encuentro alojado. Extravié uno de los calcetines más preciados de mi colección y en la ingesta de uvas en el año nuevo me propuse de ningún modo incurrir en ese tipo de atropellos nuevamente. Suena el teléfono de la habitación en repetidas ocasiones antes de atender al llamado.

— Muy buenos días, caballero. Me comunico de la recepción, únicamente para recordarle que la hora de salida es a más tardar a las doce del día. O en su defecto, le solicitamos nos haga saber si desea extender su estadía.

— ¡Hola, hola! ¿Pues qué hora es? — contesto con la cabeza buscando bajo la cama.

— Las doce y media, señor.

   Con el propósito de no generar comisión alguna por concepto de holgazanería y procrastinación, decido darme prisa a entregar la habitación en zona de recepción. Intento hacer un par de negociaciones por mi calcetín extraviado, pero finalmente termino pagando algunos comestibles que no recuerdo haber consumido. Las chicas encargadas del bar parecen entretenidas con mi presencia ya que no paran de hablar en voz baja y sonríen de una manera más bien indiscreta. Observo los tres relojes ubicados a espaldas de la recepción y encuentro que el huso horario más indicado para mis fines establecidos es el correspondiente al de Los Ángeles, California, dos horas menos. De manera que ahora tengo tiempo suficiente para tomar almuerzo y conversar con las risueñas señoritas.

— Buen día, joven. Se le durmió el gallo ¿verdad? — dice la mayor entre risas.

— De ninguna manera, querida. Todo momento, es el momento indicado — contesto fingiendo profundidad.

— Ah, mire. Nosotras pensamos que se había quedado dormido, porque hace horas que se fueron sus compañeros. ¿Sí vienen juntos, no?

— Es correcto, pero una vez que concluyen los compromisos, cada quien para su casa. Ellos van más lejos. Yo vivo en Santiago Capital, a una hora de este extraordinario sitio.

— Pues nos enteramos que ayer estuvo buena la fiesta ¿verdad que sí, Lolita? — dirigiéndose a su compañera de trabajo en el extremo de la barra — Para la otra invitan, eh. Bueno ¿le ofrezco algo de tomar?

— ¿Qué les parece si adelantamos la “otra” y les invito ahora mismo unos mezcales? —sugerí.

    La ingesta de café con mezcal al mediodía ha sido un tanto desmedida que me es difícil funcionar. Comienzo a titubear y a hablar en voz baja para coordinar en mayor medida mis pensamientos con las palabras. He visitado en tres ocasiones el sanitario del restaurante y cada vez me resulta más complejo atinar a la pequeña abeja dibujada dentro del mingitorio. Me encuentro con escasas horas de sueño en las últimas cuarenta y ocho horas y en absoluto me hago un bien almorzando pan con mezcal. Reflejo ante el espejo el engañoso estado de algarabía. ¡Dios mío! ¿Cuántos mezcales he bebido? Se me cierran los ojos. De acuerdo, caminar hasta la barra y sonreír ¿Cuánto les debo, amables señoritas?, quitar el subjuntivo “amables” sería lo indicado;  tiempos difíciles corren para esos cumplidos. ¡La cuenta, por favor! Mi cuerpo es un templo y me pertenece, soy un agave en el campo. Nada de esto tiene sentido ¿Apunté mis sueños por la mañana? No recuerdo haber soñado. Lavar y secar bien las manos para evitar estropear los pantaloncillos cortos. Al carajo con el agua. Veo turistas con enormes bandejas de fruta. Yo también me he cuidado. Tengo un par de monedas en la billetera. Piña, papaya y melón. Necesito un taxi para llegar a la terminal de autobuses. Por supuesto, caminando es más rápido. Podría correr una maratón. Leptina y dopamina. Es solamente una hora hasta Santiago capital.  Todo el aire ya está usado. Me encuentro magnífico, gracias. Lo siento pero debo acudir con el gran Teniente. Me apetece un cóctel. Soy capaz de distinguir el sabor del regaliz. Mejor un café para llevar. Estaré de lo mejor, ya le he dicho. Solo un chorrito más. Iré caminando, no se apure. De ninguna manera, puede quedarse con el cambio. Que tenga un día extraordinario. ¡Salúd!

   De forma que aquí estoy, de pie a la espera del siguiente autobús con destino a Santiago Capital, observando perplejo las nucas de las que aguardan frente a mí. Sí corro con suerte, supongo que podré tomar una siesta en el trayecto. Un poco de música me sentará bien.: ¿Mis audífonos? ¡Diablos! Olvidé mis auriculares en la habitación del hotel. Tres horas conversando de absolutamente nada en concreto, ¡qué habilidad! Necesito un poco de agua.

  Intento apartar de mí la sensación de cansancio. Da la impresión que un gran número de personas se disponen a continuar sus vidas en Santiago Capital ya que la fila y espera resultan interminables. Por lo que se ve, en su gran mayoría forman parte de alguna congregación. Se intuye que son miembros activos de la iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días no solamente por la usual vestimenta conservadora, la placa negra de misionero o el cuantioso volumen de folletos trípticos evangélicos, sino por los deseos reprimidos que emanan de llevar a cabo una enorme orgía en nombre de Dios. Se aproxima por fin una unidad.

— Un boleto, señorita.

— …

— ¡Por favor!

— ¿Se encuentra bien, joven?

— …

— ¿Joven? ¿Seguro que se siente bien?

— A las mil maravillas. Un poco cansado, únicamente.

— De acuerdo. Procure no tirar su café en los asientos. ¡Buen viaje!

   Recorro el pasillo del autobús cuidando no derrochar ni una sola gota del líquido contenido en el vaso desechable. Localizo un asiento disponible a mitad del angosto andador. He quedado en compañía de una mujer de edad avanzada, en la placa de identidad que porta sobre el pecho izquierdo se lee el nombre de Carmen por encima de la inscripción “The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints” en inglés. Por lo que no solamente es probable, sino una absoluta garantía de que el viaje puede resultar conversacionalmente fastidioso. De forma que cerraré los ojos antes de que Carmen de inicio al sermón de las cinco y dormiré a pierna suelta todo el trayecto.

   No recuerdo si llegué solo a este sitio. Considero que esperaré algunos minutos para comprobar que nadie viene conmigo. Hay una multitud de gente sin rasgos específicos. ¿A dónde es que se dirigen todos con tanta prisa? Se cierra el cielo repentinamente, apenas hace un instante intentaba ocultarme de los rayos del sol. El mundo ha ensayado una coreografía y no he sido requerido para la puesta en escena. Corro hacia cualquier dirección intentando guarecer de la inminente tormenta. Nos tomó a todos por sorpresa. Encuentro un pequeño tejabán que apenas cubre la mitad de mi cuerpo. Tengo que encontrar un sanitario a la brevedad. La lluvia incentiva en gran medida los deseos de orinar. No aguanto más. Ardientes gotas se desvanecen en mis piernas …¡Jóven!, ¡despierte, joven!, se le está derramando su café encima.

— ¡Caray, qué imbécil! — susurro sin conseguir incorporarme por completo— Me quedé dormido.

— ¡Ya lo creo! — dice Carmen observándome por encima del hombro— Venía hasta roncando.

— Lo siento. ¿Sabe a cuánto estamos de Santiago capital? —pregunto sin más.

— ¿De dónde? —añadió asombrada.

— Santiago Capital, el primer destino de este autobús.

— Lo siento mucho joven, pero temo que se equivocó de vehículo. Esta unidad se dirige a Pachuca de Soto.

   Se ha marchado el autobús y me he quedado solo al borde de una carretera. En medio de la profundidad del ocaso y la brisa vespertina, camino sin rumbo al encuentro de asistencia, mas sin embargo, parece no existir vida en kilómetros a la redonda. Debo estar soñando. De un momento a otro volveré en sí y realizaré registro del sueño en mi libreta. Camino acariciando con las manos el limitado muro de contención a orilla del asfalto. Percibo el peso de la tarde recorrer mi cuerpo. Me encuentro exhausto física y mentalmente. En caso de tratarse de una alucinación, debe ser la peor que he sufrido. Confío que el Teniente Arellano no se encuentre molesto por la demora. Apenas consiga señal telefónica me reportaré e intentaré brindar mis disculpas y coordenadas Debo encontrarme próximo a algún tipo de alojamiento. No he detenido el paso desde mi descenso del autobús hace poco más de una hora y la ausencia de subsistencia comienza a alterarme. Cerca de una llanura, mi dispositivo móvil detecta una debilitada señal de red. Es ahora o nunca.

— ¿Sí? ¿Llamando a torre de control? ¿Sí, sí? ¿Gran Teniente?

— ¡Qué pasa, teniente! — contesta al segundo llamado — Where are you, my friend?

— ¡Teniente! Me he quedado dormido camino de vuelta e ignoro en dónde estoy.

— ¿Cómo? Ja-ja ¿En dónde estás?

— Ya te digo que no tengo la menor idea. He perdido la percepción de cuánto tiempo llevo caminando.

— ¿Estás bromeando, verdad?

— Creo que desafortunadamente no. Estoy perdido al margen de una carretera, amigo.

— ¿Y no hay alguien que pueda indicarte en dónde estás? Para ir a recogerte.

— No me lo parece, teniente. Hace ya tiempo que no veo más que las estrellas del cielo. ¡Espera un segundo! — interrumpo de súbito la llamada — ¡No cuelgues, por favor! Creo que llegué a una pequeña posada o algo parecido. Voy a tocar. No cuelgues.

   Mis ojos detectan un foco que se prende y apaga dentro de la rústica morada. Se distingue el canto de una gallina y un perro ladrar a la distancia. A mi derecha, una luz cegadora apunta en dirección de mi cuerpo. Al fin he encontrado el auxilio que buscaba.

— Teniente, ¿sigues ahí? — pregunto.

— Aquí sigo, hermano.

— Alguien se acerca, por favor no cuelgues. Ahora te informo mis coordenadas.

   La oscuridad de la noche evoca diversos pensamientos. Existen constelaciones enteras fuera de nuestra mente. Imagino mi risa en medio del desierto; el olor del fuego bajo la vía láctea. La vida no se dirige hacia atrás ni hacia adelante; transcurre ante nuestra estupefacta mirada. Me persigue un aura policromática que habita en lo profundo del infinito. Eventualmente alcanzaremos la luz al final del túnel y todo comenzará de nuevo. La vida aguarda toda clase de misterios y premoniciones que hay que vivir. Un repentino estruendo desgarra el silencio. A escasos metros, un objeto alargado golpea mi espalda y caigo de frente sobre la tierra. 

— ¡Acuéstate boca abajo y pon las manos sobre la espalda, cabrón!—escucho decir — Hasta aquí llegaste.

(Una esfera  se ilumina sobre el escenario)

Cae el telón.








 


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