| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

Víspera de todos los Santos (1999) por Msylder

   
       La casa estaba a reventar. Chavita pasó corriendo como alma que lleva el diablo delante de mí. A tres zancadas por detrás venía Nachito y enseguida Esperancita seguida por Rosita y por Jorgito que había dejado muy atrás a Luisito que apenas estaba dando sus primeros pasos pero que ya tenía ganas de estar dando guerra todo el tiempo. Mi novia y yo alcanzamos a quitar los pies a tiempo para que ninguno se tropezara. Mi tía Cleta gritó:

- ¡Aguas con la ofrenda chamacos! ¡Ay de ustedes donde tiren una veladora y se incendie toda la casa!

    Mi tío Norberto regresó de la cocina con una botella de Brandy nueva y otra coca cola y empezó a servirnos a todos los que ya teníamos el vaso vacío. Como vio que mi novia todavía tenía la mitad, le dijo:

- Vas muy lenta, hija.

    Y mi novia le lanzó una sonrisita e hizo como que apresuraba el trago, pero en realidad solo le dio un sorbito porque vio que mi tío ya avanzaba hacia el sillón donde estaba mi abuela sobándose las rodillas, luego continuó observando la trayectoria de los niños que seguían corriendo como desquiciados por todas partes, escapando de monstruos imaginarios que los más grandecitos se encargaban de describir para darle mayor emoción al juego. Cuando Chavita volvió a pasar frente a nosotros me levanté y lo pesqué por la cintura y cargándolo mientras me encaminaba hacia la puerta le dije:

- Ahora sí, vámonos para la casa abandonada.

     Chavita empezó a gritar y a patalear, pero como no pudo zafarse de mis brazos casi se pone a llorar. Los otros chamacos pegaron la carrera rapidito para una de las recámaras, haciendo un montón de alboroto a su paso. Mi tía Cleta me dijo:

- Deja de estarlos asustando con eso, que al rato no van a poder dormir y tú te vas a tener que levantar a cuidarlos, ay te lo haiga, eh, ay te lo haiga.

Y mi tío Abraham levantó las cejas y dijo al aire:

- ¡Achis!, ¿la casa de la esquina?

   Yo solté a Chavita y le dije a mi tío que esa mera y entonces él volteó y le preguntó a mi abuela:

- Oiga, a´má, ¿a poco todavía sigue sola esa casa?

- Sí, hijo, ¿tú crees? No han querido hacer nada con ella. Ya ves que son dueños de casi toda la cuadra y todo lo tienen rentado, menos esa casa, que ahí sigue sola.

- Es que ahí fue donde se mató su hijo, ¿no?

- ¡Cuál se mató ni que ocho cuartos! Si el pobre muchachito falleció en el temblor del ochenta y cinco, ¿no te acuerdas? Sabrá Dios si se le vino el techo encima o si se le habrá caído alguna cosa pesada que tuvieran por ahí mal acomodada. Total, que a raíz de eso desocuparon y la casa se quedó así.

- Estaba bien chavo, ¿verdad?

- Pues ya no era un niño, pero estaba muy joven, en ese entonces habrá tenido unos diecinueve, veinte años, estaba estudiando Filosofía en la Universidad.

- ¡Pobre!

   Mi abuela meneó la cabeza asintiendo y luego le dijo a mi tío Abraham que los dueños ya tendrían que hacer algo con esa casa porque puro malviviente se brincaba ahí para drogarse y para andar haciendo puras barbaridades. Mi tía Lulú salió de la cocina y le dio una charola con tamales a mi primo Genaro y Genaro cogió uno de mole y le dio la charola a mi tía Carmela y mi tía Carmela agarró un tamal verde y cuando iba a pasarle la charola a mi tío Luis, Nachito chocó con ella y la hizo trastabillar y por poco le tumba todos los tamales.

- Ya estense quietos chamacos. Siéntense y cómanse su tamal en santa paz, que ya casi nos vamos.

    Los chamacos obedecieron a la primera y sin rezongar porque mi abuela les echó su famosa miradita fulminante y les advirtió que cuando se muriera iba a venir a jalarles las patas para ver si así aprendían a dejar de dar lata. Mi tía Lulú repartió un tamalito de dulce y un vasito de atole a cada uno para que pudieran desatorarse. En eso sonó el teléfono. Mi tía Esther contestó rápido y solo le oíamos decir: ajá, ajá, ajá, hasta que colgó y nos dijo a todos:

- Que dice Mario que nos adelantemos, que viene retrasado, que nos ve allá en el panteón.

Mi abuela se llevó una mano a la frente y dijo:

- Ay, este hombre. Donde venga todo tomado le voy a dar sus buenas nalgadas.

      Mi papá dijo que iba a la recámara para ver si mi mamá ya se había acabado de arreglar. Mi prima Lupita y mi tío Abraham ayudaron a mi abuela a levantarse, agarrándola cada uno por un brazo hasta que pudo ponerse pie. Y ya iba por su chal cuando mi tía Esther le dijo que ella se lo alcanzaba. Entonces mi abuela dio un par de aplausos para apurarnos a todos, especialmente a los niños.

- Pues rapidito acábense lo que tengan en la mano y vámonos, que ya saben que yo no puedo caminar rápido y si no se nos va a hacer muy tarde.

    Mi tío Norberto le dijo que no se preocupara, que ahorita tomaban un taxi en la esquina y mi abuela le dijo que para qué iba a gastar si el panteón estaba a un par de cuadras.

- Sí mamá, pero usted ya no puede con las piernas, además ¿qué tanto nos puede cobrar? Si acaso unos doce o quince pesos.

- Pues a ver si alguno nos quiere llevar, hijo.

     Todos apresuramos los bocados y los tragos y cada quién cogió sus cosas y nos quedamos parados en la puerta esperando a que saliera mi mamá. Mi tía Cleta tomó a Luisito entre sus brazos y dijo:

- ¿Ya están todos listos? Nada de que se les olvidó algo porque ya no nos vamos a regresar.

   Esperancita y Jorgito vieron que los demás ya llevaban su calabaza en la mano y se pusieron a ver en donde habían dejado la suya.

- ¿Nos van a comprar algo en la feria?

- Sí, sí, yo quiero unas papas.

- Sí, Nachito, cuando salgamos les compramos algo, pero solo si se portan bien.

     Mi mamá salió de la recámara pidiendo disculpas y poniéndose los aretes y empezó a apagar todas las luces que le quedaban al paso hasta que la casa quedó iluminada tenuemente solo por las veladoras de la ofrenda. Mi papá cerró la puerta con doble llave. Afuera saludamos a Ricardo Cerón que acaba de bajarse de su auto con su mujer y sus dos hijos porque llegaban a visitar a su familia. Mi tío Norberto y mi abuela cogieron a la izquierda para tomar el taxi en la avenida Andrés Molina Enríquez y todos los demás nos fuimos a la derecha y dimos vuelta en Tizoc, que es la calle que salía directito al panteón. Antes de cualquier cosa pasara, mi tía Esther les advirtió a los niños:

- Por arriba de la banqueta y cuidadito con pasarse la calle solos.

    Nos fuimos derechito, solo una vez, mi novia y yo cruzamos la calle con los chamacos para que pasaran a pedir calaverita a una de las tiendas que quedaba de camino y que era donde siempre repartían un montón de dulces. Cuando llegamos a la esquina del panteón, los niños ya se estaban distrayendo con las luces de los comercios circundantes. Mi tío Luis tuvo que perfilarlos hacia el frente para que avanzaran y les refrescó la memoria:

- Acuérdense que les dijimos que les íbamos a comprar algo, pero a la salida.

- Y solo si se portan bien.

      El arco de entrada al panteón de San José estaba adornado con flores multicolores. Ese año, en la parte de hasta arriba pusieron una calavera grande y sonriente que daba la bienvenida a los visitantes. Apenas ingresamos observé que toda mi familia había cambiado su semblante por uno más solemne. Los niños se tomaron de la manita, iban muy juntitos porque le tenían algo de miedo al lugar. Observaban curiosos todo cuanto veían a su alrededor y señalaban aquellas cosas que más les llamaban la atención. Avanzamos a lo largo del camino central que ese año estaba cubierto de hojas de flor de cempasúchil. Había mucha gente visitando a sus muertos. Algunos cantaban con guitarra en mano, otros hacían labores de limpieza, algunos más acomodaban un montón de ramos de flores y prendían veladoras y se santiguaban o rezaban el padre nuestro tomados de la mano y de rodillas. Cuando llegamos a la tumba de mi abuelo, mi abuela ya estaba sentada en su lápida arrancando la hierba que le quedaba más cerca. Mi tío Norberto estiró el brazo y mi papá le dio las tijeras para podar. Todos pusimos manos a la obra de inmediato de tal manera que en menos de veinte minutos ya teníamos el lugarcito bien arreglado y adornado. Todos observábamos el nombre inscrito en la lápida cuando mi abuela comenzó a hablar:

- ¡Ay! Todo por salirse a tomar con los amigotes, pero bueno, solo Dios sabe por qué hace las cosas.

     Me sabía la historia de memoria porque la había escuchado muchas veces. El día que murió, mi abuelo había regresado de trabajar a eso de las seis y media. Mi abuela dice llegó apestando a alcohol, que le dijo que había ido a una cantina y que no tenía hambre. Nos contaba que ya se había quitado los zapatos y que ya se iba a dormir cuando tocaron la puerta. Era su amigo Raúl, o su dizque amigo Raúl, que solo fue a sonsacarlo para seguir tomando. Total, que mi abuelo volvió a ponerse los zapatos y le dijo a mi abuela que no tardaba. Salió y esa fue la última vez que lo vio con vida. Decía mi abuela qué, pasadita de la una de la mañana, se levantó de la cama, aclarando que no fue que despertara porque en realidad no había podido dormir porque tenía un mal presentimiento, y que fue a abrir la puerta porque estaban dando unos toquidazos. Nos decía que pensó que era mi abuelo que había olvidado las llaves, pero que en realidad era Don Agustín Cerón que le dijo que saliera rápido porque mi abuelo había tenido un accidente. Su primer pensamiento fue qué, como otras tantas veces, mi abuelo se había caído de borracho y que había que ir a ayudarlo para meterlo a la casa, pero que la cosa cambió cuando ya en la calle empezó a escuchar el sonido de las ambulancias y a la gente saliendo de sus casas para ver qué había pasado y que el acabose fue cuando cruzando la avenida Plutarco Elías Calles se abrió paso entre la gente y vio un charco de sangre y a mi abuelo cubierto por una sábana blanca, tras lo cual cayó desmayada. Ya después, cuando estaban haciendo los preparativos para el funeral, el velador del barrio le contó a mi abuela que vio a lo lejos cuando un coche le dio tremendo aventón a mi abuelo. Le dijo que todavía alcanzó a ver cómo se movía, pero que el coche se había echado en reversa para rematarlo. Cada vez que llegaba a esa parte, mi abuela nos decía: por eso les digo que hay que tenerles más miedo a los vivos que a los muertos.

- Treinta y seis años tenía mi viejo.

   Abriéndose paso entre las tumbas venía mi tío Mario con una botella de tequila en la mano, acompañado por mi tía Eugenia, por mi primo César, mi prima Jimena y mi tío Evaristo que es el único al que no esperábamos porque nos había dicho que tenía un compromiso. Detrás de ellos venían unos mariachis que a la indicación de mi tío Mario empezaron a entonar la canción favorita de mi abuelo:

♫  No vale nada la vida
La vida no vale nada
Comienza siempre llorando
Y así llorando se acaba
Por eso es que en este mundo
La vida no vale nada… 
- Claro que no.

     No dijimos ni una sola palabra, solo nos abrazamos por encima del hombro, haciendo un círculo en torno a mi abuela y cantamos a todo pulmón en medio de una lloradera. Cuando acabó la canción, mi tío Evaristo tiró un chorro de tequila sobre la tumba de mi abuelo y dijo:

- Salud, papá.

    El mariachi continuó con un repertorio de las canciones que más nos gustaban y que cantábamos a partes mientras nos poníamos al corriente de todo cuanto nos había pasado desde la última reunión de la familia en la que estuvimos todos juntos y también intercambiábamos anécdotas de hace muchos años.

- ¿Te acuerdas de esa vez que este pendejo se quedó atorado del calzón en la casa abandonada?

- Jajaja.

- ¿Cómo decía?, ¿cómo decía?: ayúdenme, ayúdenme, mis huevitos, me duelen mis huevitos.

- Jajaja.

- Y todavía te ríes, cabrón, tú que por pinche miedoso nunca quisiste brincarte…

    Cerca de las nueve de la noche empezamos a guardar todo, asegurándonos de no dejar ni una sola basura por ahí regada. Mi tío Luis sirvió un chorrito de tequila a cada uno para terminarnos la última botella. Brindamos chocando los vasos de plástico en lo alto y bebimos de un solo trago. Mi tía Lulú les dijo a los chamacos:

- Ora, pues, despídanse de su abuelo y vámonos.

Los niños sacudieron las manitas en el aire y dijeron:

- Adiós, abuelito.

    Tomamos nuevamente el sendero central y casi a medio camino jalé a mi novia de la mano y nos desviamos hacia la derecha porque quería pasar a dejarle una veladora al señor Enrique, cuya tumba estaba muy bien cuidada y adornada con la ofrenda que su familia había ido a ponerle. Le platiqué a mi novia que ese era el señor que nos daba más dinero cuando le pedíamos calaverita, eso sí, siempre y cuando cumpliéramos con un reto que era diferente cada año. Me persigné y luego retomamos el camino con paso rápido para alcanzar a mi familia y antes de salir del panteón me encontré con Pedro, un viejo amigo de la primaria, que iba con su mamá y con sus dos hermanitos para visitar a su papá. Llevaban un montón de flores. Mi abuela volteó la cabeza y me vio platicando con él. De inmediato se soltó del brazo de mi tío Abraham y pegó una carrerita para saludarlo. Mi abuela lo estimaba mucho porque Pedro era el que siempre la atendía en el puesto de verduras cuando trabajaba como ayudante del señor Justino en el mercado Santa Anita. Pedro bajó las flores a sus pies para saludar a mi abuela y entonces ella le cogió una mano entre sus dos manos y le preguntó:

- Hijo, ¿cómo te va?, ¿cómo les va ahí en el mercado de Jamaica?

    Pedro le contó que les estaba yendo muy bien, que el puesto ya era casi suyo, que solo le faltaba muy poquito para poder liquidarlo. A mi abuela se le llenaron los ojos de lágrimas al escuchar esas palabras y volteando la mirada al cielo, sin soltarle las manos a mi amigo, dijo:

- Bendito, bendito sea Dios. No sabes cuánto le pedía que los socorriera.

    Mi abuela le prometió visitarlos en el puesto si las rodillas le permitían ir hasta allá y Pedro a su vez le recomendó que fuera con la señora Remigia para que le ayudara a aliviar sus dolores. Antes de retomar el camino, mi abuela le dio la bendición a él y a sus dos hermanitos. Y ya sobre la marcha, seguía repitiendo: bendito, bendito sea Dios que ayudó a estos niños y no los dejó en el desamparo. A mí me dijo, meneando el índice en mi dirección para recalcar la importancia de sus palabras:

- Esos son los amigos que valen la pena. Esas son las amistades que tienes que conservar.

    Se puso a platicarle a mi tío Abraham y a mi tío Mario que el papá de Pedro se había muerto en un accidente, que había dejado a los niños muy chiquitos y que desde entonces Pedro había tenido que hacerse cargo de la familia. Le dijo que los patrones apenas y les habían aventado unas monedas para comprar la caja para enterrar al papá y que luego se habían desentendido por completo de todo, lavándose las manos como si no hubieran tenido nada que ver en el asunto.

- Por eso les digo, que hay que tenerles más miedo a los vivos que a los muertos.

    Atravesamos el arco y afuera, mis tíos se encargaron de comprarles bolsas de papas a los niños que pronto se pusieron a moquear de lo enchilados que estaban por haberles puesto tanta salsa. Mi tío Norberto quiso regresarse con mi abuela en taxi, pero mi abuela dijo que ya se le habían calentado las rodillas y que mejor regresábamos todos en bola. Mi tía Lulú, mi tío Luis y mi primo César dijeron que querían pasar a la vinatería para comprar otras botellas de tequila y unos refrescos. Mi abuela dijo que entonces íbamos todos y que se aseguraran de comprar todo lo que necesitaban porque una vez que regresáramos ella iba a cerrar la casa y a guardar llave para que ya nadie saliera, que ya sabía que eso de la tomadera no iba a poder quitárselo a nadie: ¡Santos tenían que ser!, pero que ella ya no quería llorarle a nadie.

- Dicen que el mundo se acaba el año que viene. Eso solo Dios lo sabe, hijos, pero si sí, mejor, así nos vamos todos juntos de una vez y ya nadie le tiene que llorar a nadie.

    En ese momento caí en la cuenta de que nunca me había tocado ver morir a ningún familiar. Agarré a mi abuelita del brazo y me puse muy juntito a ella. No sé si fue por tanto tequila que había tomado, pero, por primera vez la vida, creí haber entendido sus palabras con todo su peso y significado.
















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