| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

Víspera de todos los Santos (1990) por Msylder.


   Aquella víspera del día de muertos fue diferente a otros años. Mis vecinos, los hermanos Cerón: Alejandro, Agustín, Ricardo y Silverio, se fueron desde temprano para Pachuca con sus padres a visitar a sus tíos y de paso a ver el asunto de unos terrenos que su madre había heredado de Don Inocencio, su tío abuelo fallecido dos meses antes. Juan Manuel se fue a las cuatro de la tarde a Lomas de Sotelo para pasar, según sus propias palabras, una increíble noche de Halloween con sus primos ricos y con sus primos aún más ricos que habían llegado de Estados Unidos por la mañana. A Ana Paula no la dejaban salir ni de chiste a menos que Juan Manuel estuviera presente. Ignacio estaba enfermo de varicela y su madre ni siquiera le permitía asomarse por la ventana. En fin, que una serie de coincidencias o casualidades se juntaron para que yo me quedara sin mis compañeros de juego. Aunque con el ánimo decaído, hice mi mejor esfuerzo por ver la situación con los mejores ojos. Al estar solo recibiría una mayor cantidad de dulces y monedas, pues sabía muy bien que las personas que caminaban por la calle siempre estaban tratando de evadir a las multitudes de niños con calabazas en mano; es decir, era mucho más fácil acercarse solo y convencerlos de que una simple moneda para un pobre niño solitario y sin nadie con quien jugar, no afectaría de manera significativa sus bolsillos. El famoso: ¿qué tanto es tantito?, resultaba infalible en el noventa por ciento de las ocasiones. Respecto a los propietarios de los comercios cercanos, yo me encargaría personalmente de informarles que mis amigos no estaban en su casa y que no los verían en toda la noche, haciéndome de esta manera acreedor de sus dotes. A esta serie de beneficios se agregaba el importante hecho de que no me vería obligado a probar mi valentía y hombría entrando a la casa abandonada. El año pasado había prometido a mis amigos que el siguiente año sería el definitivo y la verdad es que no contaba con alguna excusa convincente para incumplir con dicha promesa. Al pensar en esto experimenté un verdadero respiro de alivio.

   Salí a eso de las seis y media de la tarde y estuve recorriendo las calles de arriba a abajo sin salirme nunca del perímetro señalado puntualmente por mi madre y que en esa ocasión; no sé si por error; se había extendido dos calles más respecto al año anterior.  No entraré en detalles acerca de esa travesía, pues nada en particular que merezca ser contado ocurrió, solo diré que ni siquiera daban las ocho en el reloj y mi calabaza ya estaba a tope, no le cabía ni un solo dulce más, así que tomé el camino de regreso a casa por la calle de Tizoc y ¡ay!, qué diferentes hubieran sido las cosas de no ser por mi avaricia desmedida.  Ahí en el cruce con la calle de Manuel Acuña me topé con el señor Enrique e inmediatamente mis ojos se transformaron en signos de pesos. Me acerqué a él rápidamente, como un ninja entre las sombras. 

-        ¿Me da mi calaverita?

  Tiré de su pantalón con mi mano libre y le obsequié la mejor de mis sonrisas. Él volteó a verme y se quedó sorprendido al observar que no había más chiquillos brincoteando a su alrededor.

-        ¿Y tus amigos?

 

-        Se fueron a una fiesta y me dejaron solo.

 

   Supuse que esa frase lapidaria sería más que suficiente para recibir el billete de inmediato; pero las cosas no me resultaron tan fáciles.

-        Mmm…

 

   La muletilla indicaba que estaba pensando en algún reto diferente al del año pasado, pues esa era su costumbre para repartir el dinero que tenía destinado para tales fines.

-        Cántame una canción.

 

   Repasé el catálogo de cancioncillas infantiles en mi mente y cuando di con la canción que me pareció la más indicada; tanto por su sencillez como por su corta duración, comencé a cantar sin dejar de avanzar, pues el señor Enrique no se había detenido ni por un solo momento:

Ya te vide, vide, vide

Calavera vera, vera

Con un diente, dien…🎶

 

- ¿Qué? No te escucho nada. Repítela otra vez. Más despacio y más fuerte.

 

Ya te vide, vide, vide

Calavera vera, vera
Con un diente, diente, diente🎶

   Mientras intentaba cantar a un ritmo más despacio y más alto, volteaba la cabeza en todas direcciones para cerciorarme de que ningún otro niño se acercara para fastidiarme la noche. Ahora sé que el señor Enrique había desconfiado de mis palabras y que solo estaba haciendo tiempo para ver si alguno de mis amigos en realidad no estaba rondando por ahí. Tal parece que quería entregar el billete de la manera más justa y de acuerdo con su tradición.

calavera, vera, vera 
ya no comas, comas, comas 
aunque lo hagas, hagas, hagas 
ya no engordas, gordas, gordas

-     Pero baila.

 

   Las cosas nunca fueron sencillas para mí. Habíamos dado la vuelta y en ese justo momento pasábamos frente a mi casa. Por la ventana abierta salía el olor del dulce de calabaza y a través de la cortina pude distinguir la silueta gorda de mi tía Cleta.

Ya te vide, vide, vide

Calavera vera, vera

Con un diente, diente, diente
 una muela, muela, muela🎶

   Esa parte de la canción la canté haciendo muecas exageradas y abriendo la boca lo suficiente para señalar el espacio en el que me faltaba una muela. Sus labios brincaron por un instante e inmediatamente después comenzó la risa. Dimos vuelta en la avenida Andrés Molina Enriques y yo continué con mi numerito improvisado.

ya te vide, vide, vide 
que bailabas, abas, abas 
y los huesos, huesos, huesos 
te temblaban, aban, aban🎶

   Me levanté los pantalones para dejar al descubierto mis piernitas flacas que bailaban alocadamente y esto provocó que la risa del señor Enrique se acrecentara. Recuerdo que, al pegar las risotadas, abría la boca tanto que yo podía verle todas las muelas cariadas.

🎶calavera, vera, vera 
ya no comas, comas, comas 
aunque lo hagas, hagas, hagas 
ya no engordas, gordas, gordas🎶

   Mi comedia llegó a su punto más alto cuando, como parte de mi último acto, me subí la playera para mostrarle mi pancita de niño hambreado, como le llamaba mi madre. Esto último motivó el movimiento de mano del señor Enrique, quien la llevó hasta el interior de su abrigo para tomar su cartera y luego sacar el billete que amablemente colocó entre un par de dulces, dentro de mi calabaza. Por alguna razón inexplicable; al menos para mí; algunas personas tienen la tonta idea de que ciertas cosas no cuestan nada, pero ahora puedo decirlo con total certeza: todo en la vida tiene un costo y esa noche me vendí por un precio muy bajo. Las risas tienen un valor incalculable, sobre todo con el paso de los años, cuando a uno comienzan a agotársele las razones para reír. No es fácil hacerla de payaso, pero no todo el mundo tiene la capacidad de entender esto. El señor Enrique me revolvió el pelo con un gesto de ternura, luego detuvo un taxi en la esquina y se marchó de mejor ánimo que nunca.

    A pesar de haber caminado tan solo de esquina a esquina desde que empecé a bailar haciendo mi mejor esfuerzo, me había metido tanto en el papel de cómico que no sabía con exactitud si había andado durante una, dos o tres calles, pero un simple vistazo hacia un costado me bastó para ubicarme. Sin darme cuenta, mis pasos me habían llevado hasta la famosa casa abandonada del vecindario. Nunca lo habría hecho de manera consciente; pero ya estando ahí y sin nadie presionando para que saltara del otro lado, decidí quedarme un rato para ver si desde afuera podía observar alguna especie de actividad paranormal, aunque fuese solo un repentino y único destello de luz proveniente del otro mundo para poder contarlo luego. Recuerdo haberle pedido a Dios que me mostrara algo por favor, pero solo de lejitos. Sí, recuerdo haberlo pedido de esa manera, haciendo énfasis especial en las palabras “por favor” y “de lejitos”, pues la idea de imaginar que algún monstruo apareciera de la nada frente a mí, bastaba para ponerme la carne de gallina y aflojarme las tripas. Cual sería mi sorpresa cuando después de esperar por alrededor de cinco minutos, empecé a escuchar un ruido proveniente de adentro. Eran los pasos de alguien o de algo que hacía crujir las hojas secas en la proximidad de la pared en que me encontraba. De pronto, una mano extremadamente blanca se aferró a la reja colocada por encima de la barda. Me quedé pasmado, con la boca abierta y las extremidades engarrotadas, incapaz de pegar la carrera. Casi se me para el corazón del susto.

   Un muchacho de unos veinte años con el pelo y la ropa llena de hojas secas apareció ante mis ojos, se dio la vuelta y sosteniéndose de la reja con una mano, estiró el brazo libre hacia abajo y dijo.

-        Anda, dame la mano, yo te ayudo.

 

     Al poco tiempo apareció una chica muy bonita. Los dos treparon la reja con habilidad y prisa y ya del otro lado pegaron un brinco hacia la calle que no supuso dificultad alguna para ellos. Inmediatamente empezaron a sacudirse y a acomodarse la ropa y ya estaban a punto de marcharse cuando se percataron de mi presencia. Yo estaba inmóvil en el mismo sitio, queriendo preguntarles si se encontraban bien, pero mi boca, al igual que mis manos, solo temblaba descontroladamente mientras mi vista se mantenía fija sobre una mancha rojiza en el cuello de la chica. El muchacho pareció percatarse de esto último y fue cuando me dijo:

-        Casi muere...

 

   Para acentuar el dramatismo de sus palabras cogió a la chica por el brazo y la animó a agacharse para que yo pudiera contemplar de cerca la marca llena de pequeños puntitos rojos que llevaba en el cuello.

-        La tenía entre sus garras…

 

   Al decir esto avanzó hacia mí; con las manos al costado de la cara y los dedos medio doblados, simulando unas horripilantes garras.

-        Pero lo vencí con esto…

 

   Algo negro voló del interior de la casa hacia afuera y pasó sobre nosotros. En ese momento caí de nalgas sobre la tierra y comencé a arrastrarme hacia atrás, empujándome fuertemente con los talones y en cuanto pude me levanté y eché a correr despavorido, tan rápido como me lo permitieron las piernas. Los muchachos se tomaron de la mano y se fueron corriendo en dirección contraria, riendo a carcajadas.

   Me detuve en el zaguán de mi casa y esperé ahí hasta que el ritmo cardiaco se me normalizó; solo entonces ingresé. Adentro, mis tíos y mis padres reían a carcajada suelta. La tercera botella de brandy presidente se encontraba a la mitad. Los ánimos estaban encendidos. Sí, por increíble que parezca, en la víspera del día de todos los santos, todo era vida y fiesta y risotadas y yo parecía ser el único que desentonaba con mi aspecto apagado y lúgubre. El primero en notarme fue mi tío Norberto, quien, limpiándose las lágrimas de risa, me dijo:

-        Y ahora tú, ¿qué te traes? Parece que viste a un muerto.

 

    Nadie hizo mucho caso a sus palabras, así que me fui derechito y sin decir nada a la cocina para vaciar el contenido de mi calabaza dentro de una pequeña cesta de mimbre que mi abuela materna me había obsequiado para tal motivo. Fue cuando caí en la cuenta de que durante mi reciente caída había perdido más de la mitad de mis monedas, casi todos mis dulces y el billete.  Casi podía ver con claridad el sitio exacto en donde ahora mismo debían de estar regadas mis preciadas pertenencias y entonces me entró la necesidad urgente de ir hasta allá para recuperar lo que era mío antes de que otro se lo llevara. Caminé con paso decidido hacia la puerta, pero me detuve en el último momento y después de pensarlo bien, decidí que, si bien iba a regresar a ese sitio, no lo haría sin llevar un crucifijo para protegerme.

   Fui al cuarto de mi abuela y comencé a buscar entre sus cosas. Primero, sin razón alguna, pues sabía perfectamente que ahí no lo encontraría, busqué dentro de la caja metálica de galletas de mantequilla que contenía un centenar de hilos de colores, luego busqué en su alhajero y dejé todas sus joyas regadas sobre el tocador. Recuerdo que ya estaba hurgando en el ropero, parado sobre un cajón abierto, dentro de la puertita superior derecha, cuando mi madre entró y comenzó a darme de manazos y me sacó del cuarto de una nalgada bien dada, para luego cerrar con llave y posteriormente sentarme en medio de la sala, en una sillita de madera, entre un montón de adultos con aliento de dragón que hablaban de quien sabe que tantas cosas aburridas.

-        Y ahí te quedas calladito, ¿entendido?

 

   Los minutos se me hacían insoportablemente tediosos y mis esperanzas se desvanecían con cada tic tac de reloj, cuando de pronto, al observar a mi tío Luis buscando un cigarrillo dentro del bolsillo de su camisa se me ocurrió una magnífica idea.

-        ¿Te acompaño a la tienda por cigarros?

 

   La tienda más cercana quedaba en dirección opuesta, pero mi tío no lo sabía o si lo sabía, yo confiaba en que el alcohol ya le había hecho olvidar. Me eché a sus pies y lo miré con un gesto de súplica.  Mi tío sonrió y ya se estaba poniendo su chamarra de borrega para salir cuando mi tía Cleta lo arruinó todo:

-        ¿A dónde vas?

 

-        A la tienda, por cigarros.

 

-        Aquí tengo un montón, coge los que quieras, pero tú ya no sales así.

 

   Mi tío me observó una vez más y se encogió de hombros como diciendo, ni modo. Yo regresé a mi sillita y me crucé de brazos.

   Es verdad que pude haberme escabullido sin que nadie lo notara. Habría estado de regreso en menos de diez minutos. Cinco habrían sido más que suficientes para recorrer el trayecto de ida y vuelta; sin embargo, no lo hice por miedo. Me quedé quietecito y calladito, sin entender absolutamente nada de lo que pasaba a mí alrededor. Recuerdo que después de un rato, el sueño ya me estaba venciendo y me hacía tirar repentinos cabezazos al aire. Recuerdo también que comencé a rezar el padre nuestro por lo bajo; pero ya no alcanzo a recordar si terminé la oración.

   Desperté en la cama de mi madre.  La luz ya se colaba por una de las ventanas. Mi primer pensamiento del día se centró en aquellos bienes perdidos torpemente durante la noche. No quise demorar ni un segundo más echado ahí; así que aventé las cobijas a un lado, me puse las chanclas y salí de la habitación. Al avanzar por el pasillo escuché los ronquidos de mi padre y de mi madre escapando de la habitación, luego vi dentro del baño a mi tío Luis, abrazado a la taza, dando arcadas y a mi tío Norberto a su costado, lavándose las patas y las axilas en el lavabo. Mi tía Cleta estaba en la sala, acostada en el sillón grande, roncando y babeando. Mi abuela, por su parte, estaba en la cocina rompiendo tortilla y calentando el aceite para preparar unos chilaquiles. La ofrenda había sido saqueada. Tan solo quedaban un par de cañas, una mandarina, una calaverita de chocolate y un pan de muerto todo mordisqueado. Ni rastro de las cervezas y del licor que tanto le gustaba a mi abuelo. Las flamas de las veladoras ya estaban en su punto más bajo y crujían al hacer contacto con el agua contenida en el fondo de los vasos. En fin, basta decir que la casa estaba en completo desorden, con los pisos pegostiosos y el ambiente impregnado de una horrible mezcla de copal, humo de cigarro y de múltiples alcoholes.

   Ya afuera, caminé con paso presuroso, seguro y confiado, pues sabía perfectamente que todo mal que pudiera existir en esa casa quedaba anulado por el poderoso efecto de la luz del día; sin embargo, al llegar al sitio de mi infortunio, descubrí con tristeza que mi tesoro, así como la ofrenda, había sido saqueado y que ya solo quedaba tirado un maldito Tomy, ese caramelo macizo de cajeta que desde siempre odié y que en ese momento observé con profunda rabia. Le impuse todo el peso de mi talón una y otra vez hasta que quedó reducido a polvo, después regresé a casa, con los puños apretados, rechinando los dientes de rabia.

💀

Ilustración: Ana Bretón.


 

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