| SARAGUATOS |
Crujen
las ramas acariciando el cielo. Cubren, con perfecto orden y simetría, el techo
que resguarda mi sudorosa calma. Afuera, el norte y el sur parecen lo mismo: un
simple invento del sapiens moderno. Son perceptibles los primeros instantes de
la estival aurora; fulgurante, sofocante: canicular. Se filtran, monocromáticas, las delgadas líneas de luz que iluminan la inadvertida telaraña. El oxígeno, sin variación en su número atómico, se advierte
más denso que en la ciudad: los individuos con características similares a
un servidor, no aprendemos nunca a respirar. La humedad en el entorno me obliga
a dar un giro involuntario de ciento ochenta grados. Mi nuca, situada en el
extremo de la piltra, golpea fortuita la izquierda y firme rodilla de mi
compañero de ruta. No logro distinguir la matinal esencia. Respiro, procurando
llevar a cabo el impulso natural de forma imperceptible, una silenciosa y larga
bocanada antes de poner a trabajar las esferas visuales; cacao, tierra mojada,
hoja de plátano y huaya. Recibo, sin aviso ni consentimiento, un
fuerte impacto en el órgano facial encargado de descifrar el abanico de aromas
en el exterior. Se perciben exuberantes cortezas: la incandescente y robusta
leña, en pacto eterno con el barro, acarician el recipiente que aguarda la
temperatura exacta del agua, el café y el piloncillo. Una franja carmín, espesa
y amorfa, cubre la parte superior de mis labios. Me pongo de pie para intentar
detener la hemorragia en mis fosas nasales y sitúo la barbilla en dirección de
la bóveda celeste. Dos pequeños monos saraguatos pasean sobre la cubierta hecha
de palma y sostienen, entre sus manos diminutas, un par de frutos del color de la
tierra. Al intentar obsérvalos con detenimiento, concluyo, por su repentina
reacción de alarma, que únicamente he logrado asustarlos e intentan,
desafiantes e hiperactivos, demostrar quién manda en casa, arrojando los
víveres recolectados en sentido del punto de referencia en el que me encuentro yo.
—¡Güey,
güey! ¿Qué haces ahí parado como imbécil y tan temprano? —
pregunta desde la
cama José de Villavicencio, mi compañero.
—Me
pateaste la cara mientras dormías —
mostrando el color de la sangre entre mis dedos, dije: — un accidente, supongo.
—¡No
puede ser! ¿Te pateé a ti?—acostado y colocándose por un instante ambas manos detrás de la nuca, prosigue.—Estaba soñando que
me atacaban, eran seres malintencionados, realmente malvados. Era la única forma de
salir ileso.
—No
pasa nada, ahorita me enjuago. ¿Ya viste a esos monos?- indiqué con el dedo
índice el techo, pero únicamente se encontraba, prendida sobre un trozo de
madera, una telaraña y algunos insectos muertos.
—No
veo nada, güey. Probablemente la precisión de mi patada te hizo alucinar un
poco. Anda, ve a limpiarte y jugar con los changuitos, ahorita te alcanzo.—Cerró los ojos y pareció
alcanzar un profundo sueño.
Recorrí el mosquitero con ayuda del empeine mi pie
derecho. La puerta, tallada con una línea horizontal en la parte superior
correspondiente al número cinco Maya, se trabó con una ficha de cerveza Montejo
en la parte inferior. Estupenda forma de comenzar el día: sangrando y encerrado
en aquel crematorio. En silencio, estudio las diversas formas de salir sin
averiar los elementos que componen la cabaña. Sin tan solo… pienso por un
instante, sin tan solo…Observo con atención a mi compañero que, abrazando una
almohada, se encuentra amodorrado a lo largo de la cama. Opto por la primera
idea, la menos práctica, y empujo con fuerza asistiéndome de mi espalda.
Inmediatamente me encuentro fuera de la choza y mordiendo el polvo.
Dos jóvenes damas con pañuelos en la cabeza, se encontraban sentadas y con las piernas cruzadas sobre una enorme banca de nogal en el jardín central del área de campamento. En medio, una mesa rustica del mismo largo del sitio en el que reposaban las turistas, soportaba el peso de diversos objetos en los que pude distinguir un par de libros, tres vasos y una guitarra. El gran comedor, y principal área común, se encontraba rodeado de las ocho cabañas y los dos sanitarios que conformaban el área de descanso: «El Jaguar» en Palenque, Chiapas.
Emití con ferviente cordialidad un
saludo de buenos días, olvidando por un momento la hemorragia en mi nariz. Extendí mi mano con la palma abierta, y la sacudí de derecha a
izquierda, olvidando por un instante el rojo intenso con la que ésta se
encontraba cubierta.
—¿Estás
bien? — dijo
a la distancia y con forzado acento, la más joven de las dos mujeres.
—¿Quién?-
giré mi rostro cubierto de sangre fingiendo buscar a alguien detrás de mí-
¿Yo?- pregunté señalando mi rostro con un dedo, proseguí —
Me encuentro de un tremendo
lujazo, nunca había estado mejor. Aquí, disfrutando de este paraíso, ya sabes,
viajando y conociendo, ¿Y ustedes?
—No
parlamos mucho el español, somos de Francia.
—¡Estupendo!
— dije
con tono más bien oligofrénico —Vous parlez
français?
—Oui, oui. Tu sais
parler français? —
contestó con una sonrisa dibujada en los labios.
Para ese momento, había agotado el total de mis recursos en la lengua del amor. Antes de intentar escupir alguna barbaridad en una alguna variación de idiomas, probablemente incomprensible para cualquier habitante en la Tierra, José de Villavicencio, ya con los pies fuera de la cabaña, acudió a mi rescate.
—¿Todavía
no te lavas esa jeta, cabroncín?—haciendo un ademan de quitarse un sombrero, ofreció un saludo a las chicas de
la mesa central. — Disculpen
ustedes a mi inocente amigo, las mañanas no suelen ser el mejor momento de su día.—explicó.
—Son
francesas — agregué,
señalando la dirección en la que supuse se encontraba situado el país que vio
nacer al foie gras y al «principito».
Villavicencio se fue aproximando a las damas silbando una antigua canción francesa: «La Bohème», de «Charles Aznavour». Efectuando pequeñas zancadas con las puntas de los pies, continuó su trayecto hacia la mesa central, simulando una danza antigua, cruzando elegante y coordinadamente las piernas en cada movimiento que ejecutaba, permitiendo el paso del viento por debajo de sus brazos, que ondeaban al ritmo de la melodía producida por sus labios. Una vez delante de las damas, realizó una pequeña reverencia, las tomó con delicadeza por la muñeca; primero a la mayor, para, posteriormente, culminar con la más joven, ambas con un paliacate rojo en la cabeza. Inclinó su espalda cuarenta y cinco grados y, tras una profunda respiración, colocó sus labios sobre la parte superior de sus manos, brindando un saludo elegante, carismático y respetuoso.
—Buenos días, esplendidas y bienintencionadas señoritas. Les ofrezco una honda disculpa si las
ha ofendido mi compañero. Verán, antes de recibir los primeros rayos de la
divina estrella, recibió un fuerte impacto en la cabeza y no sabe lo que dice y
mucho menos lo que hace. —
continúo, ahora con la mirada fija en uno de los libros que reposaba sobre la
mesa. —
De ninguna manera hablamos, ni comprendemos su respetable y vasto idioma. Sean
ustedes bienvenidas a México, para ser más precisos, a Chiapas. Nosotros también estamos viajando. — realizó una breve pausa, observó
el cielo, y prosiguió.—Claro, cada uno con sus respectivas cualidades. Como pueden apreciar, a mi
distraído colega, Giuseppe, le gusta andar dándose en la madre cada vez que
encuentra oportunidad.
Dirigí, con la mirada hacia el incalculable
firmamento, mi cuerpo entero a la zona de los sanitarios. Aproveché el
trayecto, entre platanares, cedros y caobas, para conocer a fondo el
campamento. Encontré, a la orilla de un extenso pastizal, una reconfortante
zona para montar tiendas de campaña, el acceso al conjunto turístico «El Panchan» y
el lento cauce de un rio, en el que, por una fracción de segundo, vi reflejado
mi rostro y mis agotadas facciones; las cientos de millas recorridas tras
semanas de viaje. Absorto en la ruta, conociendo[me], atravesando el sur del
país en el que la naturaleza actuó, benevolente, y me depositó, sin propósito
aparente, para soñar la vida. Tomé entre mis manos un poco de agua, bebí de
ella y eliminé la sangre seca adherida en mi surco nasolabial.
De vuelta en el comedor central, y con las
ideas medianamente renovadas, encontré a José de Villavicencio sin camisa, realizando
algunos ejercicios de respiración, moviendo los brazos a un ritmo lento, con el
mantra sagrado tatuado en la espalda. Al
detectar mi presencia, se incorporó al punto de reunión junto a las francesas,
las cuales, al vernos en absoluto silencio, ofrecieron una taza de café caliente y nos mostraron
sus respectivas lecturas: «El
laberinto de la soledad» por Octavio Paz y «Lobo estepario», de Herman
Hesse, ambos textos traducidos al idioma parisino. Sujeté la guitarra que
se encontraba sobre la rústica mesa, pensé extender un comentario sobre la
calidad de la madera y la afinación de las cuerdas, pero, por supuesto, no supe
cómo hacerlo en francés. Deposité con destreza los dedos de mi mano izquierda
sobre el tercer traste del instrumento de madera, acariciando una a una las
cuerdas de nailon con la mano contraria, ejecutando un arpegio en Sol mayor con
progresión en Do séptima y La menor; movimientos lentos de cabeza, sin prisa
por llegar a la siguiente nota, con el tiempo del universo para enaltecer la
sonoridad en la caja de resonancia, con la pasividad que la selva y el instante
nos obsequiaban. Villavicencio no me había dirigido la mirada, ni yo había
dirigido el rostro hacia él; parecía disfrutar de la sincronía del viento y los
acordes menores, algunos animales dentro de la selva efectuaban los coros
compasados, estridentes. Todo quedaba allí, arropados entre la jungla, lejos de
la penumbra, debajo del Alba.
Transcurría aún la mañana, el sol, respecto
al plano del horizonte, se encontraba apenas perceptible en el hemisferio
visible. Tomamos un ligero y balanceado desayuno, compuesto de frutas, café y
el zumo de naranjas exprimidas. Viví las primeras horas del día con la errada
ilusión de recibir una disculpa por la patada recibida a primeras luces: no
sucedió.
—Y
bueno, ¿Cesó pronto la sangré, no? —preguntó
José de Villavicencio. —
Permíteme una servilleta por favor — dijo.
—Sí,
fue solamente un rozón. —dije — conservo buenos reflejos.
—Menos
mal, no logro imaginar hasta donde hubiese llegado tu fanfarronería con las
francesas de haber sido un golpe más fuerte, con mayor puntería. —dijo, limpiando el excedente de
café sobre los sonrientes labios.
Es probable que para José de Villavicencio,
sus palabras no constituyesen otra cosa que no fuera el aire emanado por su
cuerpo y la vibración de sus cuerdas vocales, pero desde que habíamos
no-decidido comenzar esta travesía, cada letra pronunciada o insinuada por su
parte, eran como baldosas de agua helada sobre la densidad de mi existencia. Me
parecía, sin claridad ni fundamentos, encontrar en cada frase un inmenso
trasfondo, una importante lección de vida en cada sílaba articulada.
—¿Has
leído «Un mundo feliz», de A. Huxley? — me preguntó antes de culminar su
plato con fruta.
—Por
supuesto, tremendo clásico —
contesté
entusiasmado. —
¿Por qué la pregunta?
—Recordarás
con cierta precisión el «SOMA»
¿no es así?
—Naturalmente. — dije con una soberbia mueca.
—Bueno,
tómate esto. Son vitaminas, parecidas al «SOMA»
de la novela de A. Huxley: semillas del ermitaño del maestro Karin, como
quieras verlo. Te harán sentir maravilloso.
Ingerimos en simultaneidad el último sorbo
del zumo de naranjas y seguimos adelante, atravesando por senderos pantanosos,
entre cascadas y ceibas bañadas por el sol creciente, situado no hace más de
media hora, en su punto más alto.
Es difícil saber con exactitud el tiempo que
transcurre, en edad del cielo, antes de transitar por un camino determinado.
Los sitios prevalecen inmóviles, alterados por la naturaleza y el incesante
paso del ser humano. ¿Uno va a los lugares o los lugares vienen a uno? ¡Qué
cuestionamiento tan estúpido e irracional! Debí ponerme una bolsa en los pies,
debajo del calzado, estos calcetines son los únicos decentes que me quedan y
debo procurar mantenerlos sin agujeros en los talones. ¡Maldita sea! ¡Qué
hermoso está este sitio! El aroma constante a tierra mojada, el bosque
tropical, los frondosos bejucales. Le voy a decir a Villavicencio que me enseñe
a respirar correctamente y a mover los brazos en aleatorias direcciones para
conseguir alinear mis chakras a la luz de la Aurora. ¿Será que eso hace por las
mañanas? Leí el otro día un libro budista y
me parece que en esas anda. Espero en diosito, protector y cómplice de
mi ignorancia, que no se vaya a enojar por hacerle esa clase de
cuestionamientos y en lugar de la cabeza, sienta el imperioso deseo de patearme
el culo. Mejor así me quedo, calladito y contemplando el paisaje. Con la cara
de loco que últimamente carga, me vaya a regresar en un dos por tres para mi
casa y, si eso sucede, solamente caminando podría conseguirlo, porque con el
dinero que traigo en el bolsillo de mi pantalón, apenas y me alcanzaría para
compra un boleto directo a chingar a mi madre. ¡Que me escuchara mi creadora
hablar de esta abyecta forma! me voltea la boca a punta de diccionario. Si es
que algún día vuelvo a la universidad, le voy a confesar mi profundo amor a la
gemela intelectual: ¡Mira lo que te traje… una piedra de la cascada de Misol-Ha! Perfecto y puro desperdicio de tiempo en las aulas de aquella facultad: grises, como sus muros,
las horas escuchando a docentes anhelando la jubilación. Aquí, no
allá, están los ruralismos, el campo de trabajo, los auténticos fenómenos sociales. Las
letras, por ejemplo, están en todos lados. ¿En qué momento se renuncia a la
libertad de pensamiento, para depositar en el poder público y los medios de
comunicación, la capacidad de intimar
y conquistar el crecimiento individual?
¿Por qué me siento
tan pleno que me dan ganas de ponerme a llorar? Ejército Zapatista de
Liberación Nacional. Me gusta el café chiapaneco, el tascalate y la sopa de pan.
Hermano hace una mezcla de café extraordinaria, fusiona Chiapas y Veracruz, es
un genio. Papito dice que si yo me metí en esto, que salga como entré, que con
su dinero na-nai para mis aventuras por el mundo. Debo practicar la escritura,
apenas tenga un tiempo y redactaré una carta a mamá: le dije que regresaba en
tres días, y ya van cinco semanas. ¡Qué hermosos son los colores de la selva
tropical! La jungla, al igual que el mar, se les debe tratar con respeto: tantito te pasas y ya te
están encendiendo veladoras al día siguiente. ¿Qué locura estoy diciendo?
Atento al trayecto, esas flores no se comen. ¡Mierda! ¡Pisé caca de mono!
Parece más una fruta; un higo o una ciruela, que la materia fecal que se
encuentra por doquier en la selva de concreto.
Esto si se lo voy a tener que decir a Villavicencio, para que tenga algo que escribir en su
novela. Dice que la trama se está escribiendo sola, que él únicamente está
recopilando instantes álgidos, para, cuando llegue el momento, complementarla:
¡Tremenda cosa!
—¡Espera
un segundo! —
grité —
Me parece que pisé los residuos de algún primate.
—¿Sigues
con lo de los monos? —sin
detener la marcha, giro el rostro hacia mi calzado.
—Es
caca de mono, se llaman saraguatos, los vi en la mañana. Están por todas
partes.
—Tú
sabrás lo que haces, pero te aconsejo que te la comas, debe tener
potencializados los nutrientes. Además, es de buen augurio comer mierda de
changuito. —
soltó una risita y continuó por la senda en la que transitábamos.
Aquí el lector debe hacer una breve, pero
importantísima pausa. Uno, dos, tres. ¡Listo! Respire y prosiga. Adquiera en
esta sección el conocimiento de lo
ocurrido: y es que estuve a punto de seguir al pie de la letra el último
consejo de Villavicencio, pero desistí en el último instante, cuando pretendía
desprenderme de mi moral citadina. Me despojé del calzado y de los calcetines
de tela para continuar el trayecto descalzo y experimentar el espeso barro y
las ramas lacandonas, suaves y húmedas, sobre las plantas de mis pies. Tomamos
reposo en la cascada de Agua clara, desapegándonos
del resto de nuestras prendas para tomar un reconfortante baño en prehispánicos
cursos fluviales. Una vez recobradas las energías, continuamos por la ruta trazada
para llegar al centro ceremonial más importante de la cultura Maya: Otolum, conocido
también como Palenque, en Chiapas.
Envueltos en sudor, se abrió ante nosotros
ojos la zona arqueológica. Atrás dejamos las cascadas, las plantas epífitas, la
inmensidad de la peligrosa e indescifrable selva Lacandona. Como la mayoría de
los asentamientos mayas hasta ahora
descubiertos, la explotación turística era absoluta e irremediable. Nuestros
accesorios y vestimenta; mezclilla, gafas de sol y botellas con agua, fueron elementos
suficientes para atraer a los depredadores. Tras el hartazgo de agradecer y
negarnos a los servicios de múltiples e inagotables guías de turistas,
decidimos ingresar al centro ceremonial y dejar todo a una interpretación
intuitiva. A medida que avanzábamos, el entorno parecía carecer del
significado impuesto por años de estudio. Justo cuando comenzaba a
experimentar el desprendimiento corporal, un pequeño individuo se acercó a
nosotros.
—Tengan
buena tarde, muchachos. ¿Les gustaría conocer la sección secreta de palenque y
aprender sobre las plantas medicinales que nos regala la selva? — dijo un niño vestido con la
playera de las chivas rayadas del Guadalajara.
Visiblemente
acalorado, Villavicencio se dirigió al joven guía.
—¿Cuánto
cuesta el recorrido? —preguntó,
quitándose el sudor de la frente con ayuda de su antebrazo.
—Lo
que ustedes quieran darme, puedo hablar cinco idiomas diferentes, incluido el Q’eqchi Maya. Pero como no estoy certificado, y apenas
cumplí doce años, está prohibido que trabaje en la zona arqueológica. Si me
llegan a ver, me cuelgan luego luego de los aguacates. Por eso les digo: los
llevo al sitio secreto y les doy a probar Guarumo. Aquí, en lo descubierto, no
hay mucho que ver.- musitó, intentando no ser descubierto.
—¡Perfecto!
¡Trato hecho! —
dijo Villavicencio —
Solamente aclárame una cosa —Se
acercó a él con mirada inquisidora —
¿Por qué decidiste irle a un equipo tan aberrante como las Chivas del
Guadalajara?
—
¡Ah!- reprimiendo la carcajada y mirándose la camisa, dijo — Perdí una apuesta y tuve que ponerme
este trapo. Yo le voy al Club América.
Hasta
ese momento me había mantenido en un sepulcral silencio, observando las
abstractas formaciones en el cielo, por encima del templo de las inscripciones.
Recibiendo el viento preponderante por
debajo de mi playera de algodón.
—¿Ya
escuchaste, Giuseppe? — me
dijo José de Villavicencio.- Esté niño sí sabe lo que quiere en la vida; habla
seis idiomas, se cura las enfermedades con plantas medicinales, y lo mejor de
todo: le va las poderosas águilas del América. Lo que se traduce en un ser
absolutamente preparado para el futuro. ¿Qué te parece?
—Salvo
lo del nauseabundo equipo de futbol, todo me parece tremendo —
contesté.
Aquella era, pues, la caminata más larga
que habíamos emprendido a lo largo del viaje. Nos sumergimos en las entrañas de
la selva chiapaneca: la selva Lacandona. La vigorosa estrella, capaz de
calcinar a la más inocente de las especies, iluminaba la vasta extensión del
territorio transitado. Cabe perfectamente en este espacio mencionar, e invitar
a aquellas ansiosas palabras por participar en el texto, que me esforzaba
demasiado por dejar de sonreír desde que arribamos al centro ceremonial. Los
colores resultaban, a medida que nos adentrábamos en la selva, más claros y
resplandecientes. Los sonidos se agudizaron al punto de poder distinguir, sin
obstáculo alguno, el sonido de la flora y la fauna, entrelazados con el brillo
del agua cayendo por las cascadas aledañas. Nos detuvimos en una roca, debajo del
árbol sagrado para los Mayas: la ceiba. Una vez que alcanzamos la relajación,
nuestro pequeño guía nos entregó algunas hojas de Guarumo: planta medicinal
utilizada para tratar el mal de san vito. Las guardamos y prometimos elaborar
una infusión con agua caliente.
—¡Tremendo sitio, espectacular! Gracias
por traernos hasta aquí. —
hice saber a nuestro guía mi entera satisfacción.
—¿Cuál
gracias? Lo hago por dinero, tengo nueve hermanos y alguien tiene que llevar el
pan a casa. Tengo que esperar un poco para poder ganar billetes como los
adultos. Pero por lo general, todo lo que les cuentan allá, en la zona
arqueológica, son puras mentiras sacadas de libros así de gruesos- generó una
letra L con ayuda de sus dedos índice
y pulgar, para indicar el volumen del libro.
Soltando
una estruendosa carcajada, Villavicencio comenzó a verter sobre su cabeza el
líquido restante en la botella de agua que nos quedaba, y dijo:
—¡Te
lo dije, Yusepito, TE- LO- DI-JE! Puros agravios contra nuestra inocente
capacidad de raciocinio. Nos están engañando todo el tiempo y seguimos encantados
comprando sus mentiras. —
dirigiéndose a nuestro guía, dijo: —
Cuando quieras ir a la ciudad, ahí tienes tu humilde casa. Un plato de comida y
lugar para dormir, nunca te harán falta. Es más, hasta podemos ir al estadio
Azteca a ver a las poderosísimas.
Esto
último fue lo que, sin lugar a dudas, conmovió y emocionó más a nuestro guía,
con el que pasamos cerca de dos horas en las profundidades de la selva. Antes
de despedirnos y darle su generosa cooperación, le pregunté su nombre.
—Eso
no importa, hoy me llamo Miguel, mañana puedo ser Pedro. Los nombres se
inventaron para simplificar las cosas, y me parece que yo no soy una cosa. De
ahora en adelante, soy su amigo, al que siempre recordarán por perder una
apuesta y por mostrarles lo que pocos se atreven a conocer.
Volvimos
a la plaza principal del centro ceremonial. Las proporciones de mi entorno eran
descomunales; majestuosos templos prehispánicos, kilómetros a la redonda
cubiertos de frondosa y fecunda
vegetación; Jaguares, serpientes y arañas. Decenas y decenas de turistas
compartiendo, con sorpresivo entusiasmo, la idea de interactuar y comprender la
historia. Felices, por una vez en sus vidas, de la diversidad cultural que
tiene el mundo cuando se está vacacionando. Las pronunciadas extremidades de
los presentes me orillaron a una sombra debajo del observatorio, a un costado
del templo de las inscripciones. Aturdido y asustado, intenté localizar a
Villavicencio, que se encontraba dando vueltas en una espiral de piedras formada
en el suelo. Cuando me vio, escondido debajo de aquel muro de piedra, comenzó a
hacerme señas para que lo acompañase en su travesía por la espiral. Fui
corriendo lo más rápido que pude.
—Ya
llegamos hasta este punto, diviértete un poco —dijo.
—No
me puedo divertir en este estado, me siento demasiado confundido —
contesté.
—¿Confundido?
¿No te está gustando este maravilloso sitio? — argumentó, mientras continuaba
dando vueltas en la espiral de piedra, rascándose la cabeza y la zona del
trasero.
—Desde
hace rato siento que no somos nosotros —
dije al borde del llanto.
—¡Desde
luego que no somos nosotros, y nunca más lo seremos!, ¿No es magnífico? —de pronto comenzó a saltar y dio
un áspero grito —
¡Alcanzamos la libertad! ¿Puedes creerlo? ¡Somos libres!
Una
serie de turistas se percataron de los desafiantes alaridos y se acercaron para
presenciar lo ocurrido.
—¿No
te das cuenta? Nos transformamos en unos monos, somos unos saraguatos — agregué.
—¡Bingo! ¡Por fin LIBRES! ¿Comprendes? L-I-B-R-E-S. ¡Anda! Acércate y sonríe a la cámara de esa hermosa dama.
| FIN
Que bueno! han alcanzado la ansiada libertad jajaja... solo me quede preocupada y espero no sean victimas de trata o comerciantes jejeje Saludos 🐾
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