∙ Lima Insípida (Fuego) | Capitulo III ∙
| 14 de Marzo 2001 |
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«♪Zapatito blanco, zapatito azul.
Dime ¿Cuántos años tienes tú?♪». Nueve, pero ya
me tengo que meter porque hoy mi papá llega temprano y va a traer pan de La Estrella para cenar. Bueno, bueno, el
último pero yo no cuento. «♪¿Con qué de-di-to te pi-qué? ♪» Legal, es la mano con
la que escribo, la de la bolita en el dedo grosero «♪¿Ra-pi-das- o len-tas?
♪» : Treinta
lentas; no se vale hacer trampa ¿eh? Si, volteado contra la pared y con los
antebrazos cubriendo los ojos. No se vale hacer trampa ¿eh?
Algunos prefieren ocultarse debajo de los
automóviles, no piensan en su ropa y mucho menos en sus madres haciendo
corajes. Hay otros que se esconden detrás del tronco de los árboles, ocasionalmente dejan ver su rostro para dar seguimiento al juego y no ser
descubiertos. A mí lo que me gusta es hacer uso
de mis pies, correr hasta alcanzar una velocidad considerable, elegir el
árbol más grande y ascender hasta la copa, en donde los frutos están al alcance
de mis manos. Desde esa posición analizo el juego con frialdad,
estratégicamente parece que me escondo, pero lo que busco es salvar a todos mis
amigos.
Nunca logran descubrir mi escondite, paso
la mitad del tiempo comiendo la fruta que, cerca de su madurez, se balancea
entre hojas y ramas, para finalmente caer al suelo. Me gustan el sabor de las
zarzamoras: mamá regañó a mi hermano por darme a probar unas cuantas que
encontró por la casa. El árbol de zarzamoras parece más una enredadera, allí no
puedo ocultarme para jugar a las escondidillas.
Hoy trepé un árbol nuevo, pensé que era
de limones o de naranjas, pero el olor de la fruta es diferente. Ya me debe
estar buscando mi mamá y yo aquí escondido, oliendo plantitas. No quiero una
llamada de atención, me aburren, será
mejor que me encuentren, aunque mañana tenga que ser yo el que cuente primero.
¡Mamá, ya viní!
¿Ya llegó Maniel? ¿En su cuarto? Voy
a verlo, encontré una fruta nueva, a ver si él sabe qué es. ¿Y mi papá ya
llegó? Acuérdate que hoy es miércoles y trae pan de La Estrella para cenar. Voy con Maniel
a enseñarle la fruta, nos gritas para poner la mesa. ¡Mira, Maniel, encontré un limón dulce!
Maniel
guareció en la panza de mamá siete años antes que yo. Cuando yo nací, él ya
hablaba hasta por los codos, jugaba fútbol y sabía andar en bicicleta, es por
eso que en la escuela a veces me aburren las clases y los niños de mi edad; las
niñas no me aburren, a ellas las sorprendo con frases y trucos que mi hermano
me enseña. Cuando quiero escribir una carta, Maniel me ayuda y la escribe por mí. En un año cumple la mayoría de
edad en nuestro país y podrá entrar a los lugares de los adultos, quizás es la
razón principal por la que ya no juega a
las escondidillas conmigo. A mí me faltan casi ocho años para poder
acompañarlo. Por ahora me conformo con las retas de fútbol, nos acoplamos bien
en la media cancha.
¿Qué dices? ¿El mismo nombre de una
ciudad al sur? Está igualito que un limón ¿Ya lo probaste? Tú primero, ándale ¿Una
sopa en Yucatán? Se me hace que estás inventado todas esas cosas para que yo la
pruebe. ¿Una civilización antigua en medio de las montañas? La edad te está
volviendo loco, ¡qué cosas dices! Maniel
dice que la fruta que encontré se llama lima, que en Merida,Yucatán, sirven una
sopa riquísima con su nombre. Que mucho más abajo de Yucatán, hay un país que se
llama Perú, y entre sus montañas, existió una civilización a los que llamaban
Incas. Para conocer las ruinas hay que llegar a la capital de Perú, se llama
Lima, eso es lo que dice Maniel. El año pasado
fuimos a conocer la cultura Maya al sur del país y que papá quiere que vayamos
también a conocer la cultura Inca en unos años, dice Maniel. Acercarse a la mayoría de edad hace decir muchas cosas a mi
hermano, quien sabe si todas sean ciertas.
¿No ha llegado? Ya se tardó ¿no? A lo
mejor no encontró el panqué de nueces que me gusta y fue a buscarlo a otra
sucursal. Ya viene, vamos a sentarnos en la mesa para recibirlo con los brazos
abiertos. «♪Pan,
pan, pan, que rico el pan ♪.»
¡Llegó Papá con el pan! ¡Papááá!: ¿Qué te pasó?, ¿Cómo que te asaltaron?, ¿Te
robaron el coche?, ¿Una pistola en la
cabeza? Si, mamá, ya nos metemos al cuarto. Abrázame Maniel, siento fuego en el pecho.
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14 de Marzo 2018 |
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11:00
a.m.
Bajé la ventanilla, fijé la vista en el
horizonte para reconocer el sitio en el que me encontraba. En vano mis ojos
buscaban distinguir el abismo. No se observan aves sobre el aborregado y
nebuloso cielo. La angustia por llegar a tiempo exige que nos apresuremos, es
infinito el ruido que se escucha en la ciudad. Cada sitio tiene su propia
esencia; su aroma, su temperatura, su sonoridad. Lima huele a harina de pescado,
hace frio y las bocinas de la inmensa multitud de automóviles no deja de
sonar. Allí, según pude advertir, la contaminación no se distingue con
facilidad. Se siente la prisa por llegar a algún sitio, la acelerada vida que conlleva el
futuro.
Antes de seguir adelante en la selva vehicular, necesito conectarme con los sabores del pacífico sur; he escuchado maravillas. Solicito al conductor del taxi que se detenga para comprar algo de comer. Un kilómetro adelante (diez minutos después), se detiene enfrente de una tienda de conveniencia con el nombre de TAMBO®. Al pedirle recomendaciones gastronómicas, me sugiere una Coca-Cola regular y unas papas fritas. Dentro del establecimiento me inclino por una cerveza Pilsen Callao y le compro al conductor una Coca-Cola regular, como su subconsciente me hizo saber. Después de haber estado conversando el resto del trayecto, se vuelve hacía mí, y dirigiendo una amistosa sonrisa me pregunta: -¿Quiere probar las auténticas papas peruanas?- Cada cual merece, como yo, probar cosas nuevas, de modo que acepté. Casi al llegar a mi destino, se detuvo en un pequeño puesto a la orilla de la autopista. Pedí una orden de papas peruanas, el sujeto que atendía el lugar las colocó en un recipiente de unicel y con la mano contraria a la que sostenía la pequeña charola, vertió una pizca de sal. Son siete soles- dijo, antes de entregarme su obra maestra. ¡Qué ricas son estas papas, ya verá!- me dijo el conductor del taxi cuando abordé de nuevo la unidad. Así seguimos hasta llegar a mi destino, en la calle José Bernardo Alcedo, Miraflores. Hay cosas que es conveniente callar; pagué al conductor sesenta soles por el trayecto y antes de bajar del vehículo negro, me preguntó cuántos días estaría en la ciudad: - En Lima solamente dos, en la noche voy a cenar al Maido y mañana a conocer el centro. Pasado mañana vuelo a cusco, para conocer después el imperio Inca; regreso a callao para volar a Medellín.- Le dije, y antes de cerrar la puerta me deseó buen viaje, sugirió con la mirada estar al pendiente de mi estadía.
La anfitriona del cuarto de Airbnb que reservé dos días previos a mi llegada,
asegura que llegué tres horas antes de lo pactado. De modo que tengo tres horas para desayunar en
forma y conocer los alrededores de Miraflores. Descendí, mochila al hombro, por
la calle José Bernardo Alcedo hasta el cruce con Av. La Mar, caminé a la
izquierda e ingresé a una pequeña cafetería que encontré disponible a mis
necesidades matutinas. En Flora Café, fui atendido con amabilidad, respeto y
humildad. Externé mis deseos de albergar por dos horas mi equipaje y aceptaron
sin objeción alguna. Entre el temor y la incertidumbre, calibré mi alma para
emprender camino hasta el malecón de la marina.
Flujo y reflujo, inhalo y exhalo. Me pesa la altura, es el aroma a harina de pescado o el alprazolam y las papas peruanas no hicieron amistad en mi estómago. Estoy a menos de doscientos metros del mar y no puedo observarlo, si la nubosidad me permitiera ver la magnificencia del pacífico, me sentaría a tomar una Inca-Kola en algún sitio del mirador para detener este malestar. He llegado hasta este punto solo, no es momento de pedir ayuda a algún apresurado y extraño ciudadano. Creo que me voy a desmayar, extraño a mi hermano. Flujo y reflujo, inhalo y exhalo. Obedezco a mis impulsos, ellos me han traído hasta aquí. En el mundo no ha habido jamás dos personas que me escuche más que mi madre y mi hermano; con ellos me tomaré una foto imaginaria en Machu Picchu, extendiendo los brazos como un albatros, para poder abrazarlos. Flujo y reflujo, inhalo y exhalo. Algo siento en el pecho; si se tapan los oídos con las manos, se puede escuchar el corazón. Parece el sonido de unas chispas, algo está naciendo dentro de mí. Mejor me siento he intento ver la inmensidad del pacífico; la inmensidad del pacífico y el sol que desde ayer no acaricia mi piel. Extraño su fuego.
-Buenos días ¿Sería usted tan amable de
venderme una de esas bebidas con el color de la orina? Ah, sí: esa que es de
aquí-. Después de estar conversando con mis pensamientos por espacio de una
hora, reanudo la caminata por el malecón de la marina hasta llegar al malecón
de Cisneros. Allí, atraído por el trayecto, contemplo la escultura «Entre el tiempo», del artista limeño: José Tola. El colorido guardián antropomorfo tiene
flechas en el cuerpo señalando diversas direcciones, su presencia perturba a
los transeúntes, pero protege al pueblo de Lima.
Comenzaron a dejarse ver algunos rayos del sol, los sentí rozar mis
hombros al rodear el circuito por el que comencé la caminata. La hora en el
reloj indica que mi habitación debe estar lista, me despido del guardián de
Tola y del faro de la marina.
El edificio en el que alojaré mi cuerpo los
siguientes dos días, tiene el color con el que los libros describen las llamas
del fuego. El departamento se encuentra en un octavo piso, por lo que llegar
hasta él implica un considerable esfuerzo físico. Me recibe la hija de la
anfitriona en la aplicación de Airbnb: -Mi mamá no está, pero te muestro tu habitación- dice, cuando intento bajar mi
mochila en la sala de estar. Por sesenta y cinco soles, puedo bañarme con agua
caliente, dormir en una habitación privada y hacer uso de la cocina; el costo
final me brinda el derecho a usar una toalla limpia y la tarjeta del transporte público. Si mi bolsillo tuviera la capacidad de comunicarse, agradecería con sus
propias palabras la ganga del hospedaje.
Bienvenido al Perú; bienvenido a Lima,
al distrito de Miraflores. ¿De dónde viene? ¿Cómo le fue en su vuelo? Disculpe
la demora para recibirlo, pero hubo un malentendido con la aplicación. ¿Cuántos
días se queda? ¿Ya conoció algo de nuestra gloriosa nación? Alguna de las
frases anteriores me hubiese gustado escuchar al llegar a mi hospedaje, pero no
sucedió. La tierra que me vio nacer peca de atenta y servicial.
-Muero por un ceviche ¿qué lugar me
recomiendas?- dije, intentando romper el hielo y conocer mi siguiente destino.
-No sabría decirle, mejor
busque en internet y seguro algo encuentra- dijo, y me entregó la llave del
cuarto. Para ingresar al departamento me veía obligado a coincidir con la dueña
del mismo. Razonable, quizás.
Tomé una pequeña siesta y
me alisté para acudir a mi reservación en Maido:
el mejor restaurante de Latinoamérica, según indica una organización
liderada por un agua mineral natural de procedencia italiana: «Latin
America´s 50 Best Restautants™». Me vestí casual para la ocasión y salí cuatro
horas antes de la cita para conocer a profundidad el vértigo de
Lima.
No hice otra cosa que
caminar, caminar y observar. De pronto caminé tanto que mi cuerpo comenzó a
deshidratarse. Me detuve en una pequeña tienda para adquirir otra Inca-Kola: las de
color amarillo. La señora que me atendió sostenía un grueso bastón de madera y
tardó algunos segundos en llegar al mostrador. Al escuchar el sonido de mi monocorde voz, dijo:
-Usted no es de aquí chibolo, pero tampoco viene de muy lejos
¿verdad?.
- No, señora. Soy de México;
los mariachis, el mezcal y los tacos, ya sabe.- Respondí, intentando hacerme el
gracioso.
- Y yo como voy a saber, si
nunca he salido de este infierno.- dijo con tono sarcástico y carcajeó
sutilmente.
- Me parece un país increíble,
llegué hace unas horas, no he conocido mucho, pero en estos días espero
hacerlo.
La señora fijó su penetrante mirada en mis ojos, con la palma de la
mano izquierda acarició la empuñadura de su bastón. Dio un profundo suspiró y
comenzó a hablar sin desviar el rostro un segundo:
Tenga mucho cuidado, chibolo: hay gente muy mala en las calles. En
estos tiempos, los cinco sentidos no resultan suficientes. Nosotros, los viejos,
comenzamos a labrar los muros del pecado; del infierno. Pero ustedes, los
jóvenes, se han dado a la tarea de perfeccionar, a través de la tecnología, el
peor de los males para la humanidad. Le vendieron su alma a la yacumama y la
temida Runamula. Las salvajes llamas del desconcierto arden más que la lava que
escupen los volcanes. Ya han perdido la libertad por la que tanto lucharon
nuestros antepasados. En sus manos cargan el eslabón de Apallimay, engañosa
criatura que se apodera de tu vida sin avisar. Sus manos sostienen el pasado,
el presente y Pishtaco decide su futuro.
Qué el Dios Inti proteja su camino y el del resto de su generación.
Al culminar su discurso, reposó su envejecido cuerpo sobre un asiento de
mimbre. No tuve palabras por articular porque no entendí absolutamente nada de
lo que me dijo. Ya tendría tiempo de buscarlo, con ayuda del dispositivo que
sostengo en mi mano, por internet.
- ¿Cuánto le voy a deber de la Inca-Kola? Dije.
-
Tómelo como
un regalo del pueblo peruano. Cuídese, chibolo.
Aunque parecemos, no todos somos malos.
Tardaré el resto de mi vida en entender su mensaje. En aquel momento
continué caminando por las calles de Lima, con su ruido y cielo gris.
Mi urgencia por saber más
de la cultura peruana me llevaron a tomar decisiones, entonces, como es debido,
dejé de tomarlas. Dejar de tomar decisiones, es también una valiente y compleja decisión. Siempre que algo me causa impresión, recurro a la cerveza y a los amigos para compartir la experiencia. Me encontraba solo en medio de una
ciudad con nueve millones de habitantes. En la selva de asfalto, el conductor
del taxi me puso al tanto de la economía e injusticias sociales en el País.
Cuando me enteré de los ingresos promedios del trabajador de clase media,
decidí cancelar mi cita en Maido. La cena por persona tenía un costo de
trecientos cincuenta dólares, mil novecientos soles. Le pedí al conductor que
me llevase a un sitio con tradiciones y costumbres peruanas; fiesta, baile,
comida y alcohol. Se trasladó a la zona de las pizzas.
En Argentina visité con
Maniel el campo de la bombonera y nos hicimos hinchas del Boca Juniors;
compramos la camiseta oficial y vimos el clásico de verano (Boca vs River) en
un bar de Palermo. Vivimos en carne propia la pasión argentina por
el fútbol. Prometimos volver.
Activo y alegre, di varias
vueltas antes de decidir el sitio para comenzar la jornada en la calle de las
pizzas. Aquel día se jugaba la segunda edición del clásico argentino en el
estadio Malvinas argentinas, en la cordillera de los andes; que fortuna verlo en otro país del sur. Un sitio con pantalla
gigante e hinchas de ambas escuadras llamó poderosamente mi atención. Me senté
en una mesa apartada de los hinchas de River y pedí una Pilsen Callao.
Lamenté no portar la doce, la remera
del más grande: Boca, papá.
El partido concluyó dos a
cero a favor del River. Durante el juego se hizo presente el buen diente; causas
limeñas, empanadas, ceviche peruano, Pilsen Callao y pisco, demasiado pisco. Al caer la noche, decidí cambiarme a la zona del bar para platicar con el bartender y observar el
espectáculo nocturno: una agrupación de música andina y un conjunto de cumbia
peruana. Una mujer de mediana estatura y aspecto común, se acercó al bar y
comenzó por dirigirse al joven detrás de la barra. El sujeto encargado de los piscos y las
cervezas, informó a la mujer que me encontraba de visita en
la ciudad; nos presentó y la mujer me invitó a su mesa. Accedí.
En la mesa se encontraban dos mujeres y tres hombres, todos
ellos de nacionalidad peruana. Más tarde se incorporaron dos venezolanas que
esperaban a sus parejas. Desde un inicio se sentó a mi lado la mujer que amablemente
me invito a su tertulia. Platicamos y bebimos pisco. Alternado voces, nos
pusimos al tanto de nuestras corrientes vidas; la travesía por el sur, la vida
en Lima, las playas mexicanas, el sabor de las papas, etc. Cuando saqué mi celular
para conocer la hora, tenía por lo menos diez mensajes de la anfitriona del Airbnb: los primeros amables, los de en
medio un tanto inquietos y los últimos bastante agresivos. «Por incumplimiento
del horario, no podrá ingresar a su habitación hasta el día de mañana, después de
las diez»: indicaba el último mensaje. Por algunos instantes sentí que mi sangre se
congelaba, mi pulso cardiaco cambió de ritmo. La mujer a mi costado y con la
cual me encontraba platicando, quiso
saber lo que ocurría. La puse al tanto y pareció empatizar con mis emociones, insultando a la
anfitriona en voz alta y diciendo que, por gente como ella, los turistas no regresaban a su hermosa ciudad.
Transcurrieron algunos
minutos y la mujer, al ver mi semblante cabizbajo, se acercó de nuevo y me ofreció ayuda. El pisco y las cervezas ya jugaban al ping-pong en mi cabeza. Sentí auténticos los sentimientos de compasión por parte de la mujer. Me pidió mi teléfono celular para comunicarse con un amigo suyo, dueño
de un hotel. La tranquilidad regresó momentáneamente a mi ser, acudí al baño
para mojarme el rostro e intentar reducir la elevada temperatura de mi cuerpo.
Me encontraba ardiendo.
Cuando regresé a la mesa,
todos se encontraban de pie. La mujer me sujetó del brazo como una dama
sostiene a un caballero al caminar bajo la luz de la luna. Caminamos por la
calle de las pizzas y, en un brusco movimiento, se lanzó a mi espalda para que la
llevase cargando. Nos balanceamos algunos metros hasta casi caer contra un guardia de seguridad, cuando al fin nos reincorporamos, me dijo: - Causa,
se te cayó la billetera-. La recogí y la guarde en el bolso delantero de mi pantalón; continuamos caminando, como una dama y un
caballero, bajo la luz de la luna.
Nos trasladamos al hotel de
su amigo en el automóvil del único integrante de la mesa que no bebió alcohol en
toda la noche. Me explicó el proceder para la recepción. Al llegar al pequeño
hotel, ella bajó conmigo del auto, subió los cinco escalones para ingresar a la
recepción y me pidió que preguntara por David, el dueño, mientras ella le indicaba
al conductor del auto en donde estacionarse. Ingresé a la recepción y pregunté
por David. Salí, inocente y enfadado, para informar la respuesta del recepcionista.
Afuera solo encontré el vacío de Lima. Regresé molesto a la recepción para pagar una habitación, en mi billetera solo encontré un billete de diez soles. Sin tarjetas, sin dólares,
sin pesos mexicanos, únicamente un billete de diez soles.
Un gran dolor afligió mi espíritu.
Me falló el escondite. Que se incendie todo y que las llamas consuman la
tierra. El cielo en Lima no es niebla, es humo. No huele a harina de pescado,
huele a sueños rotos. Robaron mis planes, robaron mis anhelos, robaron la
información de mi teléfono. Robaron mi privacidad; la llama de este fuego crece
cada vez que aceptamos las condiciones de las aplicaciones en nuestro teléfono. Protege tus datos personales. «Un, dos, tres por mí, y por todos mis amigos...»
“¿Por qué pecaste? ¿Por qué no evitaste la ocasión de pecar? ¿Por qué después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la enésima, por qué no te apartaste del mal camino y no volviste a Dios? Ahora ha pasado el tiempo del arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no habrá más! ¡Estás en el infierno!”
James Joyce.
Sin palabras...
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