∙Lima insípida (Tierra) | Capitulo II ∙
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14 de Marzo 2018 |
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9:04
a.m.
Parece que todos tienen urgencia por llegar a
donde suponen que los esperan. Mejor no llorar en medio de tantos desconocidos;
podrían ignorar la profundidad de mi llanto. Si comienzo a reír sin causa
evidente, sospecharan de mi estabilidad emocional y tendré complicaciones al
pasar por migración. Inhalo y exhalo; inhalo y exhalo. Agradable sería -al concluir
los trámites migratorios,- ser recibido con los brazos abiertos, por alguien o
algo, no importa si verdaderamente respira; una hoja con letras formando un amable
mensaje; nada presuntuoso: «Bienvenido
al Perú, querido hermano mexicano». Por ahora me conformo con que la gente no cargue bombas, drogas
ilegales; o cualquier objeto que impida desempeñar con agilidad y destreza las
actividades del agente migratorio en turno.
No se muestra educación cuando
se llega a un sitio con los pantalones mojados; sea cual sea el motivo, uno
debe intentar -en la medida de lo posible, mantenerse al margen de sus necesidades
y urgencias fisiológicas. Si las matemáticas son exactas -como la ciencia indica,- será sencillo saber si mi cuerpo ha evacuado
en las últimas horas. En caso de que el vital líquido esparcido en mis muslos, sea
el agua que volcó la sobrecargo hace poco más de tres horas; querrá decir que no
he orinado desde ayer en la noche. En el lamentable panorama de haber
experimentado incontinencia urinaria; habré concluido que no es precisamente la
ciudad de Lima la que huele a harina de pescado, como advierten los medios
locales. En ambos escenarios es el número uno el que está de por medio; si mi
calculadora es franca, y el cociente de la suma es el número dos; me encontraré
en graves e incomodísimos aprietos. Inhalo y exhalo; inhalo y exhalo.
Resulta
lamentable que el ser humano se convierta en desdichado, a causa de su rutina
laboral. Cuatro millones de turistas al año, ciento veinte mil al mes; tres mil
quinientos pasaportes sellados por día. Seis días consecutivos de trabajo, ocho
horas mínimas por jornada; una hora para comer, sueldo y prestaciones para
seguir viviendo con el pensamiento de prosperidad. Los agentes federales de
migración merecen mayor reconocimiento que nuestros presidentes. Un monumento
para ellos y su gran labor. Una estatua para Felipe y su rutinaria pereza, que
al sellarme el pasaporte sin mirarme a los ojos, permitió que llegara corriendo
al baño de la puerta seis.
Recibo con agrado las ojeras que refleja el
espejo del sanitario. No he descansado, como «Dios manda», desde que inició mi
despedida en Montevideo, hace seis días. Dentro del aeropuerto todo es caótico,
¿sería distinto si existiera un solo aeropuerto en Latinoamérica con el nombre
de una mujer? Propongo el Aeropuerto internacional Mirta Vanni, en Uruguay;
Thereza di Marzo, en Brasil; Berta Zerón, en México. Le vendría bien el nombre
de: Aeropuerto Internacional Carmela Combe, de Lima; al sitio que por ahora sostiene mi cuerpo. Todas ellas pioneras de la aviación femenina en sus
respectivas naciones.
Al
tramitar mi pase de abordar en el aeropuerto de Carrasco, en Montevideo, me dejé
hipnotizar por una atenta uruguaya colaboradora de la aerolínea con la que
continuaría el trayecto. Tras una breve reseña de mi estadía en su país natal, y conocer el destino de mi vuelo, me advirtió
que Perú era absolutamente distinto en sus políticas migratorias. Me sugirió
comprar el boleto de salida y –mientras buscaba una aspirina en el estuche de
mis gafas,- acepté. Compré un vuelo para salir del país del imperio incaico,
antes de pisar su suelo.
-Soles, soles ¿Cuántos soles?-
me detuvo un sujeto cuando salía del baño.-Soles, soles- repitió.
-Habla, pe causa ¿Cuántos soles broder?-
escuché decir a una voz proveniente de otro sitio.
Caminé hasta la zona de aerolíneas locales.
A un costado encontré diversas casas de cambio de divisas; cambiaron de color y
de paisajes los billetes que entregué al joven en el mostrador. El cambio de
papel, trajo consigo, el interés de los taxistas por ofrecer sus servicios. Sin
pensar demasiado en el futuro, adquirí un vuelo a Cusco para trasladarme a
Machu Picchu y un par de «guches» de jamón. En menos de cuarenta y ocho horas tendré que estar
sobrevolando la superficie, una vez más.
Al colocar los pies sobre la tierra, fuera del
aeropuerto Jorge Chávez, se hace evidente que nadie tomó un segundo de su vida
para informar sobre mi arribo a la ciudad. No hay quien me reciba con agradables
cartulinas; globos o chullos peruanos. Nadie se percata de los padecimientos
del vuelo; ningún habitante de la tierra se entera que es agua potable la
mancha en mis pantalones. Un par de transeúntes golpean mi espalda con sus abultadas
mochilas de senderismo, parece que van con retraso a sus destinos. El cielo exhibe
un tono grisáceo; un gris frío y melancólico. En las alturas, el sol se esconde
entre la inmensa nubosidad. Me resulta imposible prestar atención a las voces
que rodean mi cuerpo ¿Cuánto vale el dinero de un muerto, si no podrá enterarse que cumpliste sus sueños? La tierra parece firme, los pies en los hombros;
para apreciar el horizonte.
Antes
de abordar un taxi, tomo una primer gran bocanada de aire; efectivamente, el
ambiente huele a harina de pescado. Inhalo y exhalo.
Sin palabras ...puro miedo...
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