| Lectura recomendada (CODOS EN LOS MUSLOS) |

Capítulo 29 | El Rey Pálido | David Foster Wallace.


 29 




—Solo tengo una historia auténtica sobre mierda. Pero es la leche.

—¿Por qué mierda?

—¿Qué tiene la mierda, que nos repele pero nos fascina?

—A mí no me fascina, eso ya te lo aseguro.

—Es como ver un accidente de coche, es imposible apartar la mirada.

—Mi maestra de cuarto curso no tenía pestañas. No me acuerdo de cómo se llamaba.

—O sea, yo también estoy aburrido, pero ¿por qué mierda?

—Mi primer recuerdo de la mierda es la mierda de perro. ¿Os acordáis de qué presencia tan potente y qué amenaza tan grande suponía la mierda de perro cuando erais niños? Parecía que estaba en todas partes. Cada vez que jugabais fuera de casa, alguien pisaba una y de repente todo se paraba y decíais: «A ver, ¿quién la ha pisado?». Todo el mundo se tenía que comprobar los zapatos, y no fallaba, alguien la tenía pegada al zapato.

—Incrustada en la suela. En el dibujo.

—Imposible de sacar.

—La mierda reciente siempre estaba húmeda y era amarilla y horrible. Pero la antigua se incrustaba más profundamente en la suela. Había que retirar de circulación los zapatos hasta que se secaba y luego intentar raspar los surcos de la suela con un palo o con un cuchillo viejo y oxidado del garaje.

—¿Qué hora es?

—¿Qué se supone que tenemos que ver aquí? Alguien podría acercarse hasta allí y ya está.

—Pero nunca se iba del todo. Raspa que rasparás. Había que intentar poner la suela debajo del grifo y mojarla y entonces intentar raspar el resto.

—En el garaje siempre había cuchillos de mantequilla viejos, latas de café llenas de tornillos y de clavos y de chismecitos de metal cuya función no conocía nadie.

—Y a quien fuera que tuviera mierda en el zapato siempre lo descubrían y entonces esa persona tenía una especie de poder terrible.

—Nadie quería tener nada que ver con él hasta que se la sacaba.

—Capullo instantáneo. Hombre sobrante.

—Como si fuera culpa suya que estuvierais todos jugando a pelota o en el recreo y él tuviera la mala pata de pisarla. De pronto ya no solamente había pisado una mierda sino que se había convertido en mierda.

—De esa forma en que la crueldad se arremolina y cambia de objetivo en un grupo de niños, en cualquier momento te puede convertir en su víctima, todo el mundo está intentando cambiar de posición todo el tiempo: ahora eres tú el cruel, ahora eres el objeto de la crueldad de otro.

—Y no hay nada como mearse o cagarse encima en un grupo que está jugando al béisbol o a patear una lata o lo que sea, por pura excitación o por no querer dejar el partido ni un momento, para convertirte en la diana de las burlas y las mofas de todo el mundo. Para el resto de tu vida te conviertes en el chaval que se cagó encima mientras jugaba a patear la lata, y solo hicieron falta unos cuantos placajes para que todo el mundo supiera que habías sido tú, y daba igual que pasaran los años, daba igual que estuvieras en el baile de fin de curso del instituto: todo el mundo seguía sabiendo que eras el chaval que se cagó encima en 1961.

Nadie dijo nada. No se oía nada más que las bobinas al girar. La niebla les daba a las farolas un aire fantasmal. Era la cuarta hora de una vigilancia del tercer turno de la División de Investigación Criminal en el Hobby ’n Coin de Peoria. No había viento; la niebla se limitaba a flotar.

—Pero es un poder terrible, también, cuando eres niño, el haber entrado en contacto con la mierda. Eras el hazmerreír de todos, pero también podías hacerlos huir si te les acercabas con lo que fuera que había en trado en contacto con la mierda, podías hacer que echaran a correr entre gritos.

Los dos agentes más jóvenes llevaban sendas gafas de sol plegadas y sujetas por una patilla a las mangas de la camisa.

—Esa obsesión que tienen los niños por la mierda y la mierda de perro y por entrar en contacto con la mierda hay que conectarla con el aprendizaje de usar el retrete y con su primera infancia, que en esa época de su vida no les queda tan lejos.

—Puede que fuera en tercer curso. Tardamos un poco en descubrir qué era lo que le daba a sus ojos aquel aspecto de cerdito. No tenía pestañas. Tenía pelo en la cabeza, eso sí, y cejas también, pero tenía unos ojos azules de cerdito sin pestañas.

Entre comentario y comentario pasaban hasta dos minutos, a veces. Eran las 2.10 y hasta los pequeños movimientos personales de los agentes resultaban lánguidos y submarinos.

—Y si lo piensas bien, acuérdate de que cuando los chavales se juntaban en el instituto todo era insultar a las madres de los demás y decir que te habías tirado a la madre del otro y que ella no lo hacía bien, y que no paraba de pedir más... ¿De dónde te crees que venía eso? En cuanto se llega a la pubertad, la sexualidad de las madres se vuelve problemática.

—Mi historia sobre la mierda. Estamos jugando al escondite, una pandilla de chavales del vecindario, al atardecer. Yo echo a correr de vuelta a casa, me tropiezo con unos leños decorativos que alguien ha usado para bordear el camino de entrada de su casa, salgo volando, extiendo las manos para protegerme del impacto y ¿qué crees que pasa?

—No.

—Sí. Las dos manos de lleno en una mierda enorme, fresca, amarilla y humeante. Casi la puedo oler todavía.

—Joder, ya no hablamos de los zapatos sino de las manos. De la piel misma.

—Fíjate. Debo de tener una docena de recuerdos nítidos y grabados a fuego de mi primera infancia y este es uno de ellos. La sensación, el color, la disposición y el olor cada vez más fuerte. Me puse a aullar y gritar y por supuesto todo el mundo vino corriendo a ver qué pasaba, y en cuanto lo vieron, fueron ellos los que empezaron a gritar y a girar sobre sus talones y a escaparse de mí, y yo estaba al mismo tiempo llorando y rugiendo como si fuera una especie de horrible monstruo de mierda y también persiguiéndolos, horrorizado y asqueado pero también, en el fondo, de alguna manera glorioso en mi rol de monstruo, dotado del poder para hacerles gritar a todos de terror y escaparme a casa, y allí a todo el mundo se le estaban empezando a encender las luces del porche y las lamparitas falsas de las entradas para coches funcionaban con temporizadores automáticos; era esa hora del día.

—Las manos se encuentran especialmente cerca de la idea que uno tiene de su identidad o de quién es. En términos de cercanía, solamente las supera la cara, tal vez.

—Yo no tenía mierda de perro en la cara. Tenía los brazos bien extendidos hacia delante a fin de mantener las manos tan lejos de mí como me fuera humanamente posible.

—Eso debió de intensificar el aspecto de monstruo. Los monstruos casi siempre van con los brazos extendidos al frente cuando te están persiguiendo. Yo habría corrido como alma que lleva el diablo.

—Es lo que hicieron. Recuerdo que por un lado yo iba soltando gritos de horror igual que ellos y por el otro me dedicaba a soltar rugidos monstruosos mientras perseguía primero a uno y luego me desprendía, por así decirlo, para perseguir a otro. En los árboles había cigarras que chillaban todas al unísono y alguien tenía una radio encendida que sonaba a través de una ventana abierta. Me acuerdo del olor que me venía de las manos y de que ya no parecían mis manos para nada, y de que me pregunté cómo iba a abrir la puerta sin mancharla de mierda, o siquiera llamar al timbre. Iba a dejar mierda en el timbre de mis padres.

—¿Y qué hiciste?

—Joder, ¿qué hizo tu madre? ¿Gritó? ¿Te quedaste fuera lloriqueando y dando patadas a la puerta y tratando de llamar al timbre con el codo?

—Nuestra casa tenía llamador. Lo habría tenido jodido.

—Apuesto a que algunos de los demás chavales estaban en sus casas entreabriendo las cortinas para mirar por la ventana del salón cómo te dedicabas a ir dando tumbos y lloriqueando de una casa a otra con los brazos extendidos como si fueras Frankenstein.

—No es como un zapato que te puedas quitar.

—Yo también tengo una historia sobre mierda, pero no es agradable.

—No me acuerdo. El recuerdo se termina cuando yo estoy con las manos llenas de mierda y tratando de perseguir a todo el mundo, y es raro, porque hasta ese momento el recuerdo es de una claridad extraordinaria. Pero justo ahí se detiene y ya no sé qué más pasó.

—Doy por sentado que nunca os he hablado de una pandilla con la que yo iba en la Bradley y de la extraña costumbre que adoptamos en el primer año de meternos en las habitaciones de la gente en la residencia de estudiantes e inmovilizarlos mientras Marcus el Gordo Prestamista se les sentaba encima de la cara.

—Creo que me habría acordado.

—Pues fue en la Bradley, ya sabéis los rollos raros en que se mete uno. Éramos unos cinco o seis y empezamos una especie de tradición absurda consistente en recorrer las habitaciones de los alumnos de primer año a las cuatro de la mañana hasta encontrar alguna puerta que no estuviera cerrada con llave, a continuación entrábamos todos en tropel e inmovilizábamos al tipo sobre la cama y entonces Marcus el Gordo Prestamista se bajaba los pantalones y se le sentaba en la cara.

—...

—No había ninguna razón. Simplemente nos parecía la monda.

—¿Marcus el Gordo Prestamista?

—Un tío enorme de las afueras de Chicago. Mórbidamente enorme. Siempre tenía encima dinero en metálico para prestarlo y llevaba las cuentas en un cuaderno especial de contable. Llevaba las cuentas con mucha atención, era capaz de calcular intereses diarios compuestos sin calculadora. Jamás lo llamábamos Marcus el Gordo a secas, siempre era «el Prestamista». Era judío pero no creo que eso tuviera nada que ver. Los préstamos eran su sistema para pagarse los estudios después de que sus padres se negaran a hacerlo. No era la primera universidad en que estaba, pero no recuerdo muy bien de dónde venía.

—¿Y por qué se sentaba en la cara de la gente?

—El encanto era lo raro que resultaba. Es lo único que os puedo decir. Era algo que nos habíamos puesto a hacer, sin más. Me siento raro solamente de intentar encontrar la manera de explicarlo.

—¿Y qué hacía el tipo de la cama?

—Al tipo de la cama no le hacía demasiada gracia, os lo aseguro. La cosa pasaba muy deprisa: entrábamos todos en tromba y ya estábamos encima del tipo antes incluso de que se pudiera despertar. Cada uno le agarraba una extremidad y Marcus el Gordo Prestamista se bajaba los pantalones más rápido que el rayo y se sentaba en la cara del tipo y se quedaba así tanto rato como podía antes de que el chaval de la cama se asfixiara. Luego nos largábamos tan deprisa como habíamos venido. Eso era importante, porque así lo más seguro es que el tipo de la cama no llegara a saber nunca si todo había sido real o una simple pesadilla o qué demonios había sido.

No estaban lejos del Sticky. La niebla precedía a una tormenta que venía del río. El aire mismo estaba tenso. Había dos señoras mayores con pechugas que parecían cornisas mirando el escaparate de la tienda de numismática.

Todos tenían hábitos inconscientes, de los que tal vez solamente Hurd, por ser el nuevo, era plenamente consciente. El hábito que tenía el agente Lumm cuando estaba de vigilancia era usar los dientes incisivos de forma ausente e inconsciente para desprenderse fragmentos diminutos de piel muerta de los labios y ponérselos en la punta de la lengua y escupirlos suavemente para que aterrizaran en algún lugar invisible. No se daba cuenta de que lo hacía, Hurd lo veía. Gaines parpadeaba lentamente poniendo una especie de cara de fumeta que a Hurd le hacía pensar en un lagarto cuya piedra no estaba lo bastante caliente. Todd Miller llevaba un chaquetón de pana con cuello de lana de borrego y se dedicaba a estrujar y soltar la manga izquierda; Bondurant se quedaba mirando un punto situado entre sus zapatos sobre la moqueta de la furgoneta como si estuviera mirando un abismo. A Hurd le parecía asombroso que nadie estuviera fumando. Él mismo era un catálogo interminable de tics y movimientos inconscientes.

El mismo agente a prueba que llevaba las gafas de sol colgando del cuello de la camisa calzaba unas botas Doc Martens de doce agujeros, agujeros que Hurd había contado varias veces.

—¿Y cómo se volvía a subir los pantalones Marcus el Prestamista mientras todos salíais pitando?

Siguió un largo silencio mientras Bondurant le dedicaba a Gaines una mirada de patio carcelario. Gaines dijo:

—¿Alguna vez has intentado vestirte mientras corres? Es imposible.

—Y el tipo pensando que todo ha debido de ser un sueño hasta que se levanta para afeitarse y se ve la nariz aplastada y una huella enorme de culo en la cara.

—¿Y gritaba?

—Todos gritaban de forma amortiguada. Claro que gritaban. Pero es que la misma cosa que provocaba el grito también lo amortiguaba.

—El culo de un gordo que venía y le cubría la cara.

—La velocidad y el silencio eran la esencia misma de la operación, y esto era importante porque en cierta manera estábamos incurriendo en allanamiento y asalto, y a Marcus el Gordo ya lo habían expulsado al menos de una universidad, y ninguno de nosotros éramos lo que se dice favoritos del Decano, y no nos olvidemos de que aquello era en 1971 y la Junta de Reclutamiento estaba esperando delante de la puerta por si acaso te echaban.

—Es por eso que Bondurant fue a la guerra. Al Vietnam.

—Fui contable de rango G-2 en Saigón, capullo. Eso no es la guerra.

—Pero estás diciendo que es por eso que te reclutaron, ¿no? Por asaltar a alumnos de primero con el culo gordo de un judío.

—Lo que estoy diciendo es que fue algo que empezó espontáneamente, y que llevamos a cabo varias operaciones por todas las habitaciones de los parias con un éxito operativo del cien por cien, hasta el día en que la puerta que nos encontramos abierta fue la de un tal Diablo, un chico al que todo el mundo llamaba Diablo el Surrealista Zurdo, un puertorriqueño becado y pintor de murales de Indianápolis que estaba loco, que por ejemplo había perdido el trabajo que tenía en el comedor de los profesores dentro de su plan de ayuda para los estudios porque un día llegó colocado de algo que estamos bastante seguros de que era ácido y puso cubiertos para todo el mundo, pero solo puso cuchillos, y que veía visiones y pintaba unos murales católicos fluorescentes y punzantes en los muros de los almacenes que había junto al río, y estaba loco... Diablo el Surrealista Zurdo.

—¿En vuestra facultad nadie tenía nombres normales como Joe o Bill?

—Y la mayoría de la gente evitaba meterse con él porque estaba como una puta cabra, aquel chavalín hispano de cuarenta y cinco kilos criado en algún barrio bajo de Indianápolis, pero para entonces nuestra operación ya era un mecanismo perfectamente ajustado y diseñado para ser veloz, y además ninguno de nosotros se dio cuenta de quién era la víctima hasta que todos habíamos entrado en tromba y nos habíamos desplegado alrededor de la cama. Yo tenía agarrado el tobillo izquierdo, lo recuerdo, y Marcus el Gordo ya estaba encima de la cama, desabrochándose el cinturón y colocando los pies a ambos lados de donde normalmente estaba la almohada de la víctima, lo que pasaba era que aquel chaval no usaba almohada ni tampoco sábanas, no tenía más que el colchón desnudo de la residencia, que era uno de esos a rayas.

La única persona verdaderamente gorda que Gestine Hurd había conocido en su vida había sido un G-9 que trabajaba haciendo Exámenes Especiales en el centro de Oneida y que se había pasado los dos años enteros que Hurd lo conoció haciéndole auditorías retroactivas a una empresa de Oneida tan diminuta y especializada que no fabricaba más que los separadores ondulados que iban dentro de las cajas de cartón que se usaban para transportar un tipo muy concreto de bombillita que iba dentro de unas lamparillas metálicas que se enganchaban a unos marcos en los que a menudo se ponían las pinturas en las casas históricas y en los restaurantes rurales.

—Lo cual nos tendría que haber alertado del problema, además del hecho de que Diablo el Surrealista Zurdo ya parecía estar despierto cuando entramos dando un porrazo a la puerta, y ni se sentó en la cama ni soltó un chillido ni se frotó los ojos ni tampoco se sacudió ni forcejeó cuando entramos en tromba y cada uno de nosotros le agarró una extremidad y Marcus el Gordo Prestamista se subió a la cama y comenzó a bajar su culo blanco y gigantesco sobre su cara. Se quedó allí muy quieto con la astucia latina y la locura general reluciéndole en los ojos. No queréis conocer la decoración ni lo que había en las paredes; de habérnoslo permitido la velocidad completamente surrealista de la operación, o sea, de haber prestado un poco de atención a la habitación o a la expresión que tenía la cara del chico sobre el colchón, habríamos podido parar y ahorrarnos muchos problemas y habríamos podido seguir en la universidad en lugar de pasarnos un puto año en Saigón aprendiendo la contabilidad de las confiscaciones. Que es algo que no le deseo ni a un perro.

Las bobinas giraban lentamente con un ligero susurro triple. Los agentes de la Agencia Tributaria tenían la misma expresión que un grupo de boy scouts alevines alrededor de la fogata a la hora de los cuentos. Nadie se fijó en que la cinta del micro de entrada se estaba bamboleando un poco.

—Se esperó a que Marcus el Gordo Prestamista ya le estuviera tocando la cara con el culo, pero todavía no le hubiera apoyado todo el peso encima, y de pronto se lanzó hacia arriba y le dio un mordisco en todo el culo. Y no estoy hablando de un mordisquito de enamorados, sino de una dentellada total tipo doberman, con todos los incisivos en el arco de la nalga del culo de Marcus, de manera que hasta mirando desde donde le agarraba del tobillo pude ver que al Surrealista le chorreaba la sangre por la barbilla y cómo el culo de Marcus el Gordo Prestamista se flexionaba mientras él se apartaba de golpe y soltaba un grito que hacía temblar las ventanas y derribaba a los dos tipos que estaban agarrando de los hombros a Diablo el Surrealista Zurdo contra la hilera de máscaras sin ojos que el latino tenía en la pared, que se cayeron todas y armaron un estruendo tremendo, y pudieron ver el horrible espectáculo de aquel tipo increíblemente obeso encabritándose y dando un respingo y tratando con todas sus fuerzas de desprender su culo de los dientes de Diablo el Surrealista Zurdo, que, caballeros, déjenme que les diga, no lo estaban soltando, aquel chico era un monstruo de Gila, pese al hecho de que Marcus el Gordo tenía las dos manos enganchadas en los orificios nasales del chaval en un intento de arrancárselo del culo y de que el principal esbirro de Marcus el Gordo, Marvin «el Esbirro» Flotkoetter, se había agachado y le estaba mordiendo la oreja y la mejilla a Diablo el Surrealista Zurdo para obligarlo a que lo soltara, y tanto él como Diablo estaban gruñendo, y Diablo estaba sacudiendo la cabeza en un intento de arrancarle un bocado de carne del culo a Marcus el Gordo, y la nariz y la oreja le estaban sangrando, y del culo de Marcus manaban chorros de sangre, quiero decir chorros arteriales de sangre que salían en todas direcciones y empapaban el colchón y sus pantalones, y los gritos de Marcus hicieron que todo el mundo viniera en pijama y ropa interior y crema para los granos y aparatos de ortodoncia a la puerta todavía abierta y se asomara a lo que por supuesto parecía ser, aunque en aquel momento a ninguno de nosotros se nos ocurrió, un episodio frustrado de asalto sexual en grupo de tipo carcelario.




Comentarios

| Otros textos |